Fachada principal y torre de la Catedral de Valladolid, en una imagen de archivo. El Norte

Nuestra Señora la Inconclusa

«Sufre nuestra Catedral un olvido que no es arquitectónico, sino espiritual»

Martín Heredero Campo

Valladolid

Lunes, 1 de diciembre 2025, 07:25

Todos los guías turísticos, visitantes y demás entendidos subrayan que la Catedral de Valladolid se caracteriza por estar inacabada. Esta afirmación muestra una peculiar forma ... de miopía, pues, en realidad, cualquier iglesia se encuentra esencialmente incompleta. Si los templos no son más que piedras reunidas en verticales y horizontales, podemos entonces reducir nuestra valoración a su realidad cuantitativa. Pero entonces habremos dejado de mirar a la Catedral y veremos solamente materia.

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Los templos de la cristiandad que pueblan nuestro país han seguido una evolución orgánica. Con el paso de los siglos, sucesivas generaciones han sabido integrar detalles exquisitos en los planos heredados de sus antecesores, pero siempre respetando el sentido del conjunto. Se debe esto a que las catedrales se pensaron para ser contempladas con una mirada que hemos destruido. A nosotros nos interesan ya solamente su altura, su tamaño, su porcentaje de completitud, su valor económico y los retos administrativos que plantean los presupuestos para su cuidado. Como no puede ser de otro modo, esto conduce a la horterada. Decoramos la Catedral —y las demás iglesias— con neones bufonescos que, más que a la elevación del espíritu, recuerdan a sórdidos clubes de carretera. Y la fotografiamos, sin saber que esa mole de piedras rotas, que hiere el cielo con su torre coronada por la imagen de Cristo, espera todavía que la miren.

La arquitectura y la arqueología nos muestran el cuerpo de las iglesias, pero, como Huysmans hablando sobre Notre-Dame, hemos de preguntarnos: ¿quién nos hablará del alma? Es aquí donde nos topamos con el auténtico desgarro de lo incompleto, cuyo símbolo material en la torre ausente es iluminador. El alma de nuestra Catedral depende de cómo nuestra presencia dialoga con ella, y este componente relacional justifica que podamos apodarla la Inconclusa. No se trata, entonces, de que le falten metros, sino de que le faltamos nosotros. Diríamos que el Cristo de la torre es un gran signo de interrogación; una pregunta lanzada a todos los que diariamente pasamos distraídos bajo sus ojos. Santa Teresa de Ávila, maestra de la mirada, escribe en Camino de perfección: «Os ha sufrido mil cosas feas y abominaciones contra Él y no ha bastado para que os deje de mirar, ¿y es mucho que, quitados los ojos de estas cosas exteriores, le miréis algunas veces a Él?».

Sufre nuestra Catedral un olvido que no es arquitectónico, sino espiritual. Espera, como cualquier otro templo, a que la descubramos también en su torre invisible y en la altura del espacio vacío, y no solo en los contornos mensurables de su fábrica. Lo inconcluso no está en la piedra ausente, sino en la mirada que se le niega cuando convertimos en inventario lo que se edificó para elevar. Ninguna catedral se acaba porque nunca se agota nuestra capacidad —o nuestra torpeza— para habitarla. Nuestra Señora la Inconclusa sigue aguardando a que dejemos de preguntarnos qué le falta para que comprendamos qué nos falta a nosotros. Tal vez así descubramos, en el silencio de sus vacíos, la más alta llamada.

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