La invención de los bulos
«No hay verdad capaz de parar un bulo bien tramado y con visos de suficiente verosimilitud. Ni leyes, ni prohibiciones, ni desmentidos. Lo único que ha de frenar su difusión es la conciencia del daño injusto que llegará a provocar en otros seres humanos»
Todos hemos sonreído por los memes, vídeos, parodias y hasta composiciones musicales que generaron las ya famosas frases pronunciadas por Donald Trump en su debate ... con Kamala Harris: «Se están comiendo los perros, los gatos, las mascotas...». Sin embargo, que banalicemos una barbaridad abiertamente racista como ésta no tiene gracia: es muy preocupante. No menos habría de inquietarnos que el candidato a la Vicepresidencia con Trump reconociera, en una entrevista posterior, que él –sobre algunos rumores previos– había contribuido de forma decisiva a fabricar el bulo. Y casi también acabó por normalizarse tamaña monstruosidad. Porque, además, Vance explicó que lo había hecho por una «buena causa»: que la gente tomara conciencia de la situación de alarma que –en su opinión– se vivía en el Springfield de Ohio y los medios se hicieran eco de la misma. Que fuese verdad o no lo que se había difundido apenas importaba. La repercusión de la mentira manufacturada por los inventores de bulos tuvo pronto repercusiones reales, a pesar de las carcajadas y las bromas que provocaba entre los sectores más escépticos y críticos de la ciudadanía. Hubo gentes que experimentaron miedo e incluso pánico ante la mera posibilidad de que el rumor pudiera ser cierto; y una población inmigrante –la de los haitianos– que, al sentirse directamente señalada, se vio víctima de acosos y en auténtico riesgo de sufrir persecución. El mal estaba hecho. El odio azuzado por los voceros del temor corría por las calles y encontraba fácil difusión.
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Al populismo se unía el fanatismo, como tantas veces en la historia ha ocurrido. Así se llegó a que multitudes enloquecidas quemaran en ciudades castellanas las juderías a finales de la Edad Media; o a que, en las urbes más importantes de Alemania, las familias de origen hebreo fueran hostigadas y hechas presas por los nazis; o a que –en mi infancia– se propagaran relatos acerca de cómo los protestantes repartían caramelos a los niños al salir de la escuela; o, hace unos pocos años, circulasen leyendas urbanas sobre los perritos calientes –con verdadera carne de can– que ofrecerían norteafricanos vendedores ambulantes en tierras catalanas. Recientemente, los difusores de la xenofobia en los USA, Reino Unido y –también– España se han apresurado a culpar a la población inmigrante de asesinar a inocentes infantes, antes de que se averiguara que esos crímenes no se debían a ellos. Es la vieja ignominia de responsabilizar a los judíos de que crucificaban niños; o a brujas y brujos de sacrificarlos, mientras arruinaban las cosechas y envenenaban las aguas; y a los gitanos de secuestrar criaturas y traficar con su sangre u órganos.
Testimonios malintencionados que se nutrían del recelo. Falsos informes y noticias de las últimas semanas. Medios y escritores que, hoy, siguen avivando la ira contra todo lo diferente. Rumores en torno a las ratas que se servirían en restaurantes chinos, a las calcomanías impregnadas de droga que distribuirían gratis los «camellos» a la puerta de los colegios para fidelizar futuros clientes y ampliar el negocio. Sin hablar de las conocidas y palmarias metáforas de la emigración, como lo son las muchas leyendas urbanas sobre roedores atávicos con apariencia de mascotas caninas traídos de «países tercermundistas»; ni de las narraciones a propósito de grupos estigmatizados por su orientación sexual que habrían transmitido –a sabiendas– enfermedades como el SIDA en la época de mayor expansión de tal epidemia.
Donde exista el miedo a que algo terrible pueda suceder porque personas extrañas acechen o se introduzcan en nuestro mundo, surgirá una historia. El bulo siempre triunfa, ya que nunca deja de haber quienes se encuentren dispuestos a mentir por dinero, por poder u odio; pero –sobre todo– jamás dejará de haber quienes se presten a creer desde sus temores y resentimientos las peores cosas de los demás. No hay verdad capaz de parar un bulo bien tramado y con visos de suficiente verosimilitud. Ni leyes, ni prohibiciones, ni desmentidos. Lo único que ha de frenar su difusión es la conciencia del daño injusto que llegará a provocar en otros seres humanos.
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