Ibarrola

Se llamaba Gabriel

«La vocación del uno la comparten los enamorados, los nacionalistas y los teólogos, sin que nos paremos a pensar lo suficiente cuanto delirio hay en el amor, en la idea de patria y en la confesión de fe»

Fernando Colina

Valladolid

Viernes, 27 de enero 2023, 00:08

En el transcurso de mi profesión conocí a un sujeto, llamado Gabriel, que mantenía una relación muy singular con el tiempo. Defendía a ultranza que « ... siempre es hoy», y se encorajinaba mucho cuando se le llevaba la contraria. Admitía el paso del tiempo, pero no que discurriera, ni siquiera fugazmente, entre el pasado y el futuro. A su juicio, el hoy era denso y continuo, inamovible, tan sólido que no dejaba espacio para el mañana o el ayer, el antes o el después. A su modo de ver, el hoy, con su feroz insistencia, ocupaba todo el curso temporal. Argumentaba, como se ve, algo parecido a la defensa del epicúreo ante el miedo a la muerte, para quien mientras estás vivo no existe y cuando existe ya no la sientes. Vivir en el hoy resultaba para él una garantía de eternidad.

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Pero, más allá de la consideración inamovible del hoy, su forma de pensar le llevaba al extremo de reducir el tiempo a la unidad más breve: el segundo. De hecho, cuando le preguntaban la hora la daba en segundos, intentando de esta forma borrar cualquier sucesión temporal, pero dejando al interrogador sin respuesta y patidifuso.

Esta curiosa operación de encoger el tiempo a la mínima partícula para conseguir, paradójicamente, dilatarlo al máximo en la inmortalidad, estaba fundada en la importancia que daba a la función del uno, bajo cuya tutela pretendía permanecer de continuo. No salir del uno suponía su garantía de identidad. Ahora bien, como el uno exigía una conciencia siempre limpia, tan perfecta como su redondez numérica, se obligaba a vivir cabalgando sobre segundos, pues creía que viviendo bajo su cuenta evitaba morir en pecado e impuro. Por mucho que le sorprendiera una muerte repentina, me decía, él sería el dueño del último segundo de vida, tiempo suficiente para formular un arrepentimiento final que le condujera al Cielo.

Se entiende, entonces, que cuando jugaba a las quinielas rellenara todas las casillas con el uno, y se extrañaba cuando alguien le preguntaba sobre el motivo. No concebía otra posibilidad. En realidad, de haber ganado con otra fórmula probablemente se hubiera sentido engañado y no habría acudido a recoger la ganancia. Otro número que no fuera el uno carecía para él de verdad.

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Estos comentarios de Gabriel, que muchos confundirán con una extravagancia, debemos analizarlos con cuidado y preguntarnos si no contienen mucha verdad. No olvidemos que la vocación del uno la comparten los enamorados, los nacionalistas y los teólogos, sin que nos paremos a pensar lo suficiente cuanto delirio hay en el amor, en la idea de patria y en la confesión de fe. Aunque una vez oído a Gabriel, quizá convenga repensarlo todo otra vez.

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