Hay viejos que nunca fueron jóvenes y otros que nunca envejecen. Hay jóvenes que aún no han nacido y otros que lo hicieron en un ... lecho agónico. Esto de la vejez y la juventud se reduce a puras intermitencias del tiempo y a la plenitud y desvarío de la carne. La edad es dialéctica entre la rebeldía y el conformismo. ¿A quién le importa en nuestra sociedad la persona que envejece? Solo nos preocupa el que nace, el que crece, solo el que puede ser productivo.
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La vejez suele infundir respeto, pero también debería sugerir actividad porque el respeto tiene un ángulo de pasividad nada recomendable. El anciano no es más sabio que el joven o el ser maduro, tan solo es más consciente de su ignorancia. Despreciamos la vejez en un acto estéril, pues la vejez es la realidad diferida de todos. Somos viejos cuando creemos absurdamente que dándole la espalda a la vejez, alejándonos de ella, nunca nos alcanzará. Ese miedo antinatural a envejecer es ya pura senilidad. La vejez es el miedo a la vejez.
La vejez no es un problema de años sino de predisposición. El último período de la vida humana no es mejor ni peor que los anteriores, sencillamente es un tiempo con vida propia. La vejez es joven y madura en sí misma.
El anciano es un joven que por fin ha comprendido que ya no es joven y ya nunca lo será. Comprender es comprender lo que uno es, y sobre todo lo que no es. Los jóvenes lo practican pero no lo entienden, y mientras no lo entienden siguen siendo jóvenes.
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