Las barbacoas y otras manifestaciones del mal
«El verano no es más que una sucesión de incomodidades justificadas por un puñado de atardeceres y un número variable de mojitos»
Son ya casi siete añitos escribiendo en esta casa, tiempo suficiente como para conocernos y que, a estas alturas, nadie se sorprenda de mi desprecio ... a esta estafa emocional llamada verano. Creo haber dado ya muestras suficientes muestras de mi posición moral ante lo estival. Porque lo mío no es solamente físico, no es una sensación meteorológica y tampoco es algo que se pueda circunscribir a lo emocional. Se trata de una posición moral, de un rechazo integral ante la vida entendida como una aspiración de dominguerismo eterno. Eso es lo que me afecta: pensar que aquello que vemos como 'normal', por ejemplo, la placidez del tráfico rodado sobre la lluvia de un martes de noviembre, con la gente yendo y viniendo «del corazón a sus asuntos», no es lo normal sino la anécdota, la consecuencia directa de que esa misma gente no pueda estar todo el año en bermudas, chupando un helado de no sé qué narices con pistacho y mirando cualquier extensión de agua, qué sé yo, un río, un lago, una piscina, el mar o su bañera como si fuera el mismo Iguazú. Si pudieran vivir así, lo harían. Y eso es lo que me perturba, esa manera de ver la vida a trozos, como el jamón malo, un trozo de carne y al lado uno de tocino, como la bandera de Polonia; se trabaja mucho y luego se convierte uno en una ameba. Pues no, lo interesante es que la grasa esté infiltrada, que todos los días podamos trabajar —cumplir con nosotros mismos, con la sociedad, con nuestra naturaleza—y también disfrutar. Eso dice Javier Caraballo, que opina que las vacaciones son un engaño de clase media burguesa y que él nunca se va de vacaciones porque, en realidad, tampoco se mata a trabajar nunca. Y yo le aplaudo.
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En cualquier caso, el verano es una trampa. Nos lo venden como la estación de la libertad, del placer y del 'dolce far niente' pero hay que ser honestos: el verano no es más que una sucesión de incomodidades justificadas por un puñado de atardeceres y un número variable de mojitos. Aunque sospecho que mi problema no es tanto con el verano como con el hecho de no ser rico. Es decir, tengo la intuición de que a bordo de un yate en Saint-Tropez, o en una casa montañesa, de esas con hortensias en los balcones de madera como en Santillana del Mar, el verano sería otra cosa. Pero siendo de la Meseta y pasando prácticamente todo el verano en el barrio de San Andrés, el verano es otra cosa: asfalto derretido, persianas bajadas y un aire caliente como de peluquería de señoras.
Aun así, podríamos aceptar la tortura térmica si al menos la recompensa gastronómica fuera aceptable. Pero ni eso: para colmo, en verano se come peor. A quien haya vivido algo parecido al paraíso de los guisos, del cuchareo, del horno con mimo y del estofado con gloria, la dieta veraniega se le queda corta. En vez de todo lo anterior, nos sirven platos con pretensiones saludables que tienen la misma calidez emocional que Ursula von der Leyen. El gazpacho es poco más que una papilla de hortalizas. Y el salmorejo, aun en su mejor versión, me parece una forma de mantenernos con vida, pero no de celebrarla.
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Y lo verdaderamente trágico, que es a donde yo quería llegar, aparece cuando el verano se convierte en una liturgia al aire libre. Comer sin techo. Comer al sol. Comer entre avispas. Comer rodeado de gente en bañador o, peor aún, sin camisa, a pecho descubierto, como un minero, con un trozo de pan en una mano y un tenedor en la otra, algo a medio camino entre Juanito Navarro y Mefistófeles. Por Dios, solo de pensarlo se me ponen los pelos como escarpias. La comida 'outdoor 'se ha convertido en una obligación moral, en un símbolo de modernidad, de apertura, de disfrute. Pero yo, que soy persona de interior y de interiores, sigo sin verle la gracia a comer sudando, compartiendo mesa con bichos, arena y calores. El ser humano ha avanzado mucho en ingeniería, en climatización, en vajilla decente. ¿Por qué volver al neolítico?
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Pues por la barbacoa.
La barbacoa es el acontecimiento más sobrevalorado del verano. Lo tiene todo: es calurosa, incómoda, ruidosa y grasa. Un ritual primitivo revestido de modernidad que consiste en poner a un señor —no sé por qué la barbacoa, como el horno, es 'cosa de hombres'— sudando a 42 grados frente a una parrilla que escupe fuego mientras se queman chorizos, pancetas y una cosa horrible que se llama 'lagarto' y que no es un reptil, pero por poco. El héroe de la barbacoa suele ir en camiseta de tirantes, a veces con una camiseta del Fórum de cuando Sabonis, o incluso sin camiseta, como si el torso desnudo aportara algo a la cocción de la morcilla. ¿Hay algo menos apetecible que ver a un adulto sudoroso manipulando grasa animal con unas pinzas de acero inoxidable? El problema de la barbacoa es que se ha convertido en algo inevitable. Llegado cierto punto del verano siempre aparece el amigo con barbacoa, el que la ha instalado en su chalet, en su jardín o en su terracita, ese pedazo de tío que siente una necesidad casi religiosa de compartir su fe con todos, como Pablo con los Corintios. Es un fenómeno sociológico: si tienes una barbacoa, necesitas hacer una barbacoa. Es como si no bastara con disfrutarla, hay que evangelizar, hay que arrastrar a los amigos al fuego, al humo, a los platos de plástico, insistiendo sin cesar.
¿Y los comensales? Un señor con pinzas, absorto ante un secreto ibérico como si hubiera asistido a un parto de trillizos y que finge controlar el punto de la carne; niños que corretean con una alita de pollo a medio comer; señoras que insisten con la ensalada; y hombres que, al cabo de dos birras, lo amenizan todo con una música de altavoz bluetooth y un calor de coche de choque. Porque la barbacoa no es solo un evento culinario. Es, sobre todo, un acto de impostura. Quiero pensar que a nadie le gusta realmente, a nadie le puede gustar sudar mientras sostiene un plato con un chorizo y una servilleta de esas que no absorben la suciedad, sino que expanden. Pero nadie lo admite. Porque es verano.
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Yo quiero refugiarme al fondo de un restaurante con mantel, aire acondicionado y gente con camisa. Con copa de cristal, camarero bípedo y la simétrica discreción de un grupo de cuatro. Llámenme raro, pero esas son mis costumbres. Y sin fotos, claro. Porque ese es otro de los males del verano: la necesidad de mostrarlo todo. No basta con ser un dominguero: hay que enseñarlo, hay que subir la foto y compartir con el mundo que has hecho una barbacoa con el cuñado de tu cuñado hablando de Pedro Sánchez mientras se deshacía el hielo del vermú. Y mientras tanto a mí se me saltan las lágrimas por dentro, pensando en esa tormenta que llegará inexorable por San Mateo y que lo llevará todo. Mientras por fuera solo puedo sonreír y decir: «Jo, qué bien, qué maravilla de verano».
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