Es un insulto sin medios tonos, todo al negro. Imbécil. Con esa 'm' que se puede prolongar con los labios apretados mientras preparas el desembarco ... de esa 'b' oclusiva sonora y bilabial, seguida de una 'é' con tilde, una vocal que es una declaración de firmeza. Que lo dices desde el coche, con la ventanilla subida, y el destinatario lo recibe como una bomba de neutrones: conserva intacto el paisaje pero le deja el orgullo perdidito de lamparones. No le cabe otra interpretación a imbécil. Lo saben bien las parejitas de enamorados, que escogen para la ofensita del arrumaco un «toooonto» lánguido, blandito, inofensivo de puro susurrado. Si luego, con el transitar de la rutina, aparece el momento imbécil, no hay más que hablar: se acabó el amor.
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Tiene el castellano esa sofisticación del insulto que convierte casi cualquier palabra en expresión arrojadiza. Y sin recurrir al truco facilón de los anglosajones y su fucking everywhere, que de puro memo llegó a pegarse aquí como un insólito adjetivo-adverbio-aumentativo o qué sé yo, con el dichoso «lo puto flipas». Aquí puedes ciscarte en Charles III con un «torrezno» en el tono adecuado o un «membrillo» agrio y condescendiente, mientras la Guardia Real, impertérrita, no pestañea porque donde no hay fucking no hay ofensa ni «piiip» censor.
Si lo que espetas, en cambio, es un imbécil con sustancia, un imbécil despectivo con su dosis de salivilla suelta al liberar la 'b', la cosa cambia. Porque denota hostilidad. Y si lo repites, hasta un punto de manía. Que ya dudas de si es solo una reacción visceral o si tiene que ver con el hecho de ver enfrente a tu retrato de Dorian Gray, como si Juan García-Gallardo contemplara en Francisco Igea su porvenir de vicepresidente reducido a un escaño y eso le aterrara.
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