La hoguera luminosa del cine
Y el cine se convirtió en la magnífica factoría de sueños que una parte de la humanidad necesitaba como hoguera de ficción junto a la cual refugiarse ante la tormenta de guerras, epidemias y hambre
Comienza la Seminci: una edición más de la Semana Internacional de Cine, que tanta historia encierra y cuenta del Valladolid del último medio siglo. Una ... apuesta de la ciudad por el llamado séptimo arte que se inició cuando en 1956 –y coincidiendo con la Semana Santa– fue inaugurada la Semana de Cine Religioso y Valores Humanos. De aquellos días dedicados a la vertiente filmada de un fervor espiritual que quería renovarse surgió uno de los festivales cinematográficos más reputados de España. Pero estos orígenes tan inusualmente píos –que siempre han asombrado a algunos– no deberían sorprender demasiado, pues todas las religiones se caracterizan por una portentosa capacidad para reunir o contar historias. Y el cine es la invención que el siglo XX encontró para narrarlas de una forma inédita hasta entonces. También –y ahí reside probablemente su auténtica novedad y grandeza– para relatar en un lenguaje distinto lo que sólo podía abordarse o transmitirse así.
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Porque, según declaraba hace poco Jim Sheridan, el director que va a recibir la Espiga de Oro de la Seminci en la presente muestra, «las gentes recurren a las historias como un bálsamo o como un medio de protección frente a sí mismas y la realidad». Y el cine se convirtió en la magnífica factoría de sueños que una parte de la humanidad necesitaba como hoguera de ficción junto a la cual refugiarse ante la tormenta de guerras, epidemias y hambre que en la pasada centuria asoló al mundo. Como ahora sigue sucediendo.
Aunque el cine ya no se ve como se veía, ni –por tanto– se hace para lo que fue hecho; pues el soporte que se utiliza para nutrirnos de fantasía parece más individual e incluso egoísta; y, en cualquier caso, muchísimo más solitario. Se perdió la espectacularidad y el aura de enigma. De modo que algunos se preguntan si el aluvión de fabulaciones -incluidas las de los antiguos filmes- que nos resultan accesibles, hoy, desde las plataformas audiovisuales no estarán acabando con el cinematógrafo tal y como lo habíamos conocido: con su encanto y liturgia colectivos, con su adoración casi ritual de una pantalla incandescente.
Si bien los que asistíamos al cine a ver las sesiones dobles de nuestros tiempos infantiles todavía hallábamos en las oscuras salas vestigios de espectáculos anteriores. Por ejemplo, los decimonónicos y pesados telones en donde se exhibían de forma estática los anuncios de diversos productos. Tales dibujos tenían más de imágenes de cartelón de ciego o caravana de elixires de embaucadores como los que recorrieron los Estados Unidos que de publicidad moderna. Y, sin embargo, esas ilustraciones algo arcaicas –similares a las de aquellos 'medicine shows' protagonizados por míseros vagabundos– nos parecían igualmente mágicas o misteriosas.
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Una de las anécdotas más deliciosas al respecto de todo ello–y especialmente de la veneración con que se acudía a contemplar las películas religiosas de una Seminci que aún no lo era– quizá sea la que me contaron una vez en relación con el desaparecido cine Avenida, donde tenían lugar aquellas primeras ediciones: una señora mayor habría entrado en el mismo, marchándose directa cual flecha hacia el gran cuadrado luminoso. El caso es que, bien por el respeto que le producía la situación del cine a oscuras; bien porque casi enfrente del Avenida estaba –y está– la iglesia de los padres franciscanos de la Sagrada Familia; o bien por un descomunal despiste propio de la edad, la viejecita se puso de hinojos ante el resplandor del cinematógrafo santiguándose devotamente después. Y pasó a sentarse con gesto de recogimiento en su butaca de la primera fila.
Puesto que, en el cine, aun siendo la más joven de las artes reconocidas, había un no sé qué de ceremonial atávico, de ritual en grupo, de revelación o de medicina suministrada por los brujos. El éxtasis. El arrobo. El culto al misterio. Y, en bajarse una película o una serie de una plataforma de pago, no. Suele haber, por el contrario, soledad, insomnio y hasta melancolía. La devastación del disfrute compartido en comunidad, lo cual lleva camino de ser un rasgo de este siglo que avanza vacilante entre ruinas del ayer.
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