Con sol y buen tiempo no es fácil presentar una escultura que luce gabardina y bufanda. Pero eso hizo Valladolid en el octubre pasado y ... benigno, incapaz de darnos una mala temperatura, a pesar de las cifras de contagios que se encabritaban rampantes hacia una segunda ola de la que nunca quisimos bajarnos. Desde ese instante camina para siempre don Miguel, con cierta concentración y pesadumbre de zancada, después de su paseo rutinario por los vericuetos del Campo Grande.
Publicidad
Muchos mostraron entonces su extrañeza por el carácter abrigado de aquella figura bajo el sol de los membrillos, embozada y encorvada, recogida en lo posible, tan contraria a la estampa de un Miguel Delibes que transita por nuestro recuerdo con la cara descubierta y la mirada avizor. Sin embargo, Eduardo Cuadrado, el autor que tuvo a bien regalarnos tan magnífica escultura, debió de imaginar a don Miguel completando su paseo rutinario en cualquier circunstancia, es decir, contra viento y marea; que la figura admirable de nuestro querido Delibes debía transmitir, precisamente, la determinación inquebrantable de sus propósitos, a pesar de todas las adversidades imaginables, como una de sus especiales e inspiradoras virtudes.
Aunque solo hemos tenido que esperar a la cima de un primer invierno para comprobar que el acierto en la interpretación de Cuadrado se revela absoluto. Una semana de nevadas y cencelladas memorables ha logrado completar la sublime escenografía de su obra de arte: don Miguel camina estos días hacia su casa después de su paseo por el Campo Grande. Podemos imaginar sin dificultad que los dedos empeñados en sujetar una carpeta ahormada por el uso sufren ateridos ante la ventisca y el hielo; la figura, mientras tanto, luce cubierta en sus cumbres por el palor de la nieve; la plaza, a su vez, absolutamente blanca, como un papel virgen que espera la escritura de sus pasos.
Las esculturas de Eduardo Cuadrado repartidas por la ciudad subrayan esa soledad de quien ha tenido a bien repartir serenidad y consuelo a cuantos se cruzaron por su biografía. Permanece intacta en la memoria de todos ellos aquella humildad que administraba con absoluta naturalidad, su curiosidad auténtica e interesada, su generosidad instintiva y una alegría tan abundante y contagiosa que acaso cabía concebirlo como la encarnación de aquella golondrina embelesada en el cuento de Oscar Wilde, dispuesta a dejarse la vida con tal de repartir a diestro y siniestro hasta la última riqueza que atesoraba la escultura generosa del Príncipe feliz. Eduardo Cuadrado ha hecho lo mismo: su fotógrafo del Campo Grande, oculto bajo el paño de su cámara; el comediante de la Plaza Martí y Monsó, bajo el paraguas…; incluso su alegórico reconocimiento al voluntariado, en la Plaza España, carga sobre sus curvas el peso de una soledad serena que el autor conjuraba sobre cualquiera que tuviera la fortuna de conocerlo.
Publicidad
La oscuridad de sus esculturas contrasta con el regalo constante de vitalidad que procuraba. Y como le incomodaba la distinción y la notoriedad, en su honor quisiera constatar que Valladolid atesora una colección de esculturas que destacan precisamente, por la impronta de sus autores para pasar inadvertidas. Obras como 'Lo profundo es el aire', de Chillida, o los cuboides de Oteiza; como la niña de García Carnero, los corros danzarines de Ana Jiménez, el árbol de Mauleón, los colosos de Monje, el homenaje a Berruguete, de Isla, las sirenas de Concha, la lectora de Belén González y, por supuesto, cuantos regalos nos hizo Eduardo Cuadrado, que se nos ha ido este invierno, igual que la golondrina de Wilde, en silencio.
3€ primer mes
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión