El extraño país de la memoria
«Hay que buscar entre los recuerdos del ayer para conocernos un poco mejor y explicar o comprender nuestro presente; para asentar sobre una base real la reconstrucción constante de una memoria de país»
El anteproyecto de Ley de Memoria Democrática se ha abierto paso, sorteando dificultades, tras la aprobación concedida al informe sobre él por mayoría del Pleno ... del Consejo del Poder Judicial –hace apenas un par de semanas–. Dicho texto incorpora aspectos inéditos en relación con la Ley de Memoria Histórica, como la definición del concepto de víctima de la guerra civil y la dictadura franquista o la declaración de nulidad de las sanciones y condenas impuestas durante ella y el conflicto bélico por motivos políticos e ideológicos.
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Es arduo saber cómo saldrá adelante –al fin– tan discutida Ley. Con qué contenidos, propósitos y consecuencias. Porque legislar acerca del pasado nunca es fácil ya que, según escribió Manuel Rivas, «es una dama misteriosa la memoria». Y podría añadirse que, a menudo, también un país extraño para nosotros mismos. Un libro sin terminar cuyas páginas serían los recuerdos. La posible distinción entre éstos y memoria ya la acometieron los filósofos griegos y, resumiendo groseramente tantos siglos de reflexión al respecto, diríase que los recuerdos siempre parecieron hallarse más ligados a la experiencia personal, mientras que la memoria lo estaría a lo colectivo o –para expresarlo de forma clara– se construiría comunitariamente.
Pero no resulta nada nuevo apuntar que algunos de los recuerdos que creemos tener, especialmente si se trata de los años tempranos de la infancia, no son sólo individuales, sino producto de la memoria familiar en que se nos han transmitido. Y cabe declarar que constituyen, en muchas ocasiones, recuerdos totalmente inventados o falsos. ¿Son los recuerdos de la niñez como pensamos que son o el relato que hemos elegido recordar entre todos los que narraron nuestros mayores y nos hemos recontado hasta llegar a desfigurarlo por completo?
Para combatir el olvido o lo que muchas veces fantaseamos en torno a lo vivido, cambiando fechas, personas y hechos, Stefan Zweig hablaba de la conveniencia de escribir un diario –como él hizo, venciendo a la pereza y la apatía– para que los recuerdos no se borren ni difuminen. De ahí que el acto de abrir nuestras recónditas carpetas, antiguos archivos u ordenar viejos papeles, cartas y escritos, se convierta –con frecuencia– en un auténtico ejercicio de recuperación de la memoria. No son estas cosas exactamente unos diarios, pero sí un testimonio –menos impostado de lo que suelen ser aquéllos– de las épocas, gentes y situaciones que, en su momento, conocimos. Y, en tal sentido, repasar la correspondencia recibida en años remotos o los textos propios y de otros que guardamos desde entonces es, en más de un caso, sorprendente y revelador. Porque no recordábamos esas anotaciones o mensajes, de modo que casi causa temor descubrir cartas que no sabíamos que teníamos -y ni siquiera que existían- de personajes ya desaparecidos.
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No se necesita que quienes fueron nuestras amistades, amamos o nos amaron hayan muerto para saber que, a medida que el tiempo corre, vamos viéndonos rodeados de fantasmas del pasado: que son más las personas fallecidas que las nuevas que conocemos, que el mundo o entorno en que nos movemos va quedando, para nosotros, deshabitado. Pues el verdadero olvido quizá sea eso, una enorme casa vacía y destartalada donde ya no vive nadie; donde papeles que significaron un día algo vuelan por el suelo y las ventanas desvencijadas son golpeadas locamente por el viento.
Todas las reliquias, vestigios y documentos que yacen en librerías, armarios o alacenas de nuestras vidas nos dicen y recuerdan cómo y quienes somos o hemos sido. Los recuerdos –advierte Rivas– «van y vienen». Para proseguir: «Hay recuerdos que se apegan a nosotros a la manera del liquen a la piedra». Con la memoria colectiva ocurre igual. Hay que buscar entre los recuerdos del ayer para conocernos un poco mejor y explicar o comprender nuestro presente; para asentar sobre una base real la reconstrucción constante de una memoria de país, lo que es como decir un proyecto en común, una idea de progreso en el futuro. Y revertir la condena de la humanidad contemporánea, incapaz de encontrar su lugar en la historia.
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