España y Marruecos celebraron ayer una reunión de alto nivel en Madrid. Ambos Gobiernos repasaron el estado de sus relaciones. Hasta ahí pueden leer los ciudadanos, porque se ha acordado no celebrar ninguna comparecencia ante los medios de comunicación, más allá de la foto de bienvenida. Ni siquiera los ministros de Sumar, su socio de coalición, han sido convocados a las conversaciones, posiblemente debido a que manifiestan su rechazo a reconocer la soberanía de Rabat sobre el Sáhara Occidental. Dicha oposición era compartida por el propio PSOE hasta que en 2022 Pedro Sánchez acometió un giro histórico al plegarse al plan de anexión de Marruecos sin contar con ningún partido con representación parlamentaria. Desde entonces, las relaciones entre ambos gobiernos se han llevado a cabo bajo los principios de la opacidad y la incertidumbre.
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Cedido el Sáhara, Pedro Sánchez consiguió que las desavenencias históricas en torno a la excolonia española fueran temporalmente aparcadas y que, así, los encuentros entre ambos tomaran un cariz principalmente económico. La razón es sencilla: Marruecos es un socio comercial clave para España y nuestro país, a su vez, es el principal aliado empresarial de Marruecos desde 2012. Más de mil sociedades españolas se hallan instaladas en suelo marroquí y la mayor parte de las exportaciones de aquel país a Europa se hacen a través de España. El año 2024 supuso un récord histórico en materia de intercambios, que superaron los 22.600 millones de euros. Por si fuera poco, Marruecos, que ejerce el control de la migración subsahariana, tiene capacidad para aliviar —y aumentar— tensiones en nuestro país.
Dada la volatilidad del panorama geopolítico actual, la decisión del presidente del Gobierno de normalizar las relaciones con Marruecos es positiva. Ayer se firmaron acuerdos en materias relevantes, como la transición digital, la prevención de desastres naturales, la agricultura y la lucha contra los extremismos. Sin embargo, el Ejecutivo no debería olvidar que la política exterior de un país es una cuestión de Estado, en la medida en que afecta a materias sumamente sensibles y con potencial impacto en el conjunto de las empresas y los ciudadanos. El tratamiento opaco de estas reuniones dificulta el afianzamiento de una política exterior consensuada y, por ello, estable.
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