'Navidad mísitca', de Sandro Boticelli.

Otro cuento de Navidad

«Hubo un tiempo pleno, radiante, afortunado; bendito, eufórico, esplendoroso. Hubo un tiempo en que todavía no se había instalado en nuestras existencias el recelo, el miedo, la sospecha»

Luis Díaz Viana

Valladolid

Sábado, 18 de diciembre 2021, 08:53

Se acerca la época de Navidad para un mundo que necesita renacer más que nunca. Y que haya niños en la casa ayuda a vivir ... sus sueños como si fueran los nuestros; a rememorar navidades que vivimos cuando aún la infancia no nos había abandonado. Pero los años pasan rápido: para ellos y para nosotros. ¿Qué porvenir les esperará? ¿Qué nuevas penalidades tendrán que padecer? Pues no parece que la vida vaya a ser más fácil ni benévola, ni –desde luego– más barata, sino siempre un poco más cara, más compleja y dura. Se anuncian –así– otras epidemias o catástrofes, crisis y guerras: un futuro peor.

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Hubo una vez un tiempo en que los juguetes eran presentes de amor y promesas del mañana: la muestra modesta e inmensa del cariño de los padres; un remedo diminuto de lo que se quería poseer o boceto de la profesión a que aspirábamos de mayores. Un tiempo en que las canciones sonaban a alegría capaz de vencer cualquier sufrimiento. Como si siempre nos fuera a tocar la lotería o la riqueza estuviera hecha del oro de las ilusiones. Hubo un tiempo en que pareció que la verdadera paz sería, al fin, posible.

Hubo una vez un tiempo en que las velas lucían sin apagarse dentro de las casas; en que no dudábamos que los reyes merecían serlo porque eran magos y traían ofrendas; en que creíamos que todo iba a ser mejor. En que las estrellas auguraban años de abundancia y el nacimiento de niños venturosos; en que los ángeles no habían decidido huir de la tierra; en que no nos asustaba el despertar ni atemorizaba la nieve.

Hubo un tiempo en que no costaba demasiado ser felices; en que un caballo de cartón o una muñeca artesanales hacían el milagro; en que las tormentas desaparecían bajo un sol pagano; en que el cielo sonreía ante una lluvia de caramelos y los caminos se poblaban de ruidosas cabalgatas; en que la dicha era una mano cogiendo la nuestra y llevándonos a ver llegar los reyes; en que resultaba sencillo alimentar la inocencia.

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Hubo un tiempo pleno, radiante, afortunado; bendito, eufórico, esplendoroso. Hubo un tiempo en que todavía no se había instalado en nuestras existencias el recelo, el miedo, la sospecha. La urgencia de gastar por gastar. El carnaval de las sobras y la producción masiva de basura: botellas, dulces, viandas de toda clase… Un tiempo en que no era necesario el dispendio de miles de luces, con que hipnotizar a la gente; ni cientos de letreros con lemas comerciales, brillando en las ciudades; ni gigantescos simulacros de árboles, ardiendo para idiotizar los ojos; ni consumir más comida de la necesaria, llenando las mesas de manjares carísimos y los platos de millones de animales muertos.

Hubo un tiempo en que estábamos convencidos de que, año tras año, Navidad tras Navidad, mejorarían las cosas; de que, mientras crecíamos nosotros, la humanidad prosperaría; que terminarían la opresión y las explotaciones; que la amenaza de una apocalíptica autodestrucción iba a alejarse. Hubo un tiempo en que daba la impresión de haberse atisbado el final del odio. Un tiempo de campanas y belenes, sí; de ternura y generosidad. Un tiempo en que imperaban las leyes mágicas de la niñez.

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El encantamiento de la tierra. La verdad del afecto, de la intimidad y de las emociones. Tiempo de sidra; de zambombas, almireces y tintineos de botellas de anís; de estrenar la escasa ropa nueva que nos compraban anualmente; un tiempo de intercambio de regalos y sorpresas agradables.

Ojalá esta Navidad que viene, a pesar del aumento de contagios y de todas las dificultades económicas que persisten, sirva para recobrar algo del resplandor y emotividad de antaño. La hondura y el temblor auténticos de estos versos de Juan Ramón Jiménez: «Palacios, catedrales, / tienden la luz de sus cristales/ insomnes en la sombra dura y fría…/ Mas la celeste melodía/ suena fuera…/ Celeste primavera/ que la nieve, al pasar, blanda, deshace, / y deja atrás eterna calma». Fuera, en efecto, en las calles mismas, a la intemperie, entre los problemas e inclemencias de la vida habremos de encontrar aquella luz que, un día, perdimos. Porque las cosas que amábamos de niños no tienen –forzosamente– que desvanecerse.

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