Siempre me he preguntado cómo se llega a conseguir un trabajo singular, de esos para los que no te preparan ni en la universidad –para los otros, tampoco mucho– ni en formación profesional alguna. Trabajos del tipo de relojero en Nochevieja en la Puerta del Sol o pastor que guía los encierros de San Fermín. Parece que son pocas jornadas al año y como se dice de los párrocos, trabajan un día a la semana y con vino.
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Ocupaciones que aparentan ser cortas en tiempo y carentes de penosidad, como ser chófer del Papa, quien precisamente se ha jubilado esta semana. En su audiencia del miércoles, el Pontífice pidió «un aplauso para Renzo y su fidelidad», porque «es una de esas personas que lleva adelante la Iglesia con su trabajo, benevolencia y oración», aseguró. Renzo Cece, así se llama, y que «empezó a trabajar a los 14 años, venía en bicicleta y hoy es el chófer del Papa».
Un laico que ha dejado huella y que sin ánimo de contradecir al Pontífice –Dios no lo permita– será benevolente y rezará mucho y bien, pero en lo de la valoración del trabajo quizá a Francisco le ha podido el cariño. Porque díganme cuántos atascos se ha tragado Renzo, cuánto estrés ha sufrido por la densidad del tráfico o cuántas multas le han puesto en un lugar tan reducido como el Vaticano. Ni en la España vacía hay una labor tan sosegada.
Pero como todo en la vida, tiene sus inconvenientes, porque trabajas menos que el chófer del Papa es un dicho equiparable a ligas menos que el chófer del Papa. Renzo lo tenía difícil para agobiarse, como ocurre con las ministras de Podemos, que cuentan con un trabajo aún más tranquilo que el suyo en sus descansadas vidas de místicas, y además, ligan, aunque sea de milagro. Supera eso, Renzo.
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