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José C. Castillo
Óxidos y Vallisoletanías

TAC, por un certamen internacional de escalada de torres románicas

«Quizá fuera un acróbata, quizá Spiderman o quizá solo fuera un pucelano escapando de la tiranía del techo»

José F. Peláez

Valladolid

Jueves, 22 de mayo 2025, 17:15

En Valladolid tenemos una fórmula mágica para crear eventos como churros. La receta siempre es la misma y consiste en sacar las cosas de su lugar natural para llevarlas a la calle. Eso y no otra cosa es la Feria de Día: coges un bar y te lo llevas a la acera, con su mesa de chapa caliente y esas servilletas que parecen el forro del libro de Sociales; eso es Pingüinos, sacar la moto del garaje y llevarla al Pinar para comerte un par de chorizos criollos; eso es incluso la Semana Santa, bajar las imágenes de los retablos y ponerlas a dar un voltio por el centro. ¿Navidad? Desembalar el Belén y plantarlo en la Plaza Mayor; ¿el Padel? Pues lo mismo, pero cambiando el 'Misterio' por una pista transparente y llenarla de argentinos. ¿Y qué me dicen de la Feria del libro? Pues es un planazo para comprar el último de Isabel Allende, pero en una caseta, que debe aportarle matices diferentes. El desfile de peñas es un 'pedo' outdoor; la feria de alfarería, el arte de comprar una cazuela de barro de Pereruela, pero con la ilusión insoslayable de sentir el polen de chopo en el rostro; y el mercado medieval de San Pedro Regalado, el mismo jabón para la psoriasis de toda la vida, pero a los pies de San Pablo. Una vez pusieron cuadros del Prado en el paseo central del Campo Grande y durante una época nos dio por coger las estatuas de arena de la playa de Suances y plantarlas en la Plaza Mayor. Lo llamamos 'Certamen de estatuas de arena' y supongo que no nos trajimos unos helados de Covadonga porque nos daba cosa. Las casetas regionales es algo así como sacar a toda España de la despensa para ponerla a la solana en medio del páramo. Y de la feria de muestras, ni hablamos.

La última variación de este concepto exitoso es el TAC, el Teatro de Calle. Si ya los romanos se dieron cuenta que donde mejor se ve el teatro es en un lugar construido a tal fin, ¿quiénes somos nosotros para enmendar la plana a Plauto o al mismísimo Séneca? Pues somos Pucela, estas son nuestras tradiciones y hay que respetarlas. Lo nuestro es el rollito aire libre: los eventos, las fiestas, las vías. En cualquier caso, mi relación con el festival del Teatro de Calle se limita a odiarlo y a huir en cuanto veo a un tipo sacando fuego por la boca, a un 'clown' deshojando una margarita o a un señor invocando al demonio en perfecto alemán de Westfalia. Una vez, en el Pasaje Gutiérrez, vi la danza de la menstruación, que consistía en observar a tres señoras tiradas en el suelo, envueltas en sábanas blancas y manchadas de pintura roja. Decían que eran las hijas de las brujas que nunca pudimos matar, o algo así. Yo salí corriendo en dirección opuesta, claro, es lo que suelo hacer cuando veo a las brujas, a las hijas de brujas o, en definitiva, a cualquier persona que me hable mientras se reboza por el suelo. Será que no tengo sensibilidad para valorar el arte de la dramaturgia callejera, que le vamos a hacer. Y, aun así, una vez intenté llevar a mi hija a ver un espectáculo. Me sentía de algún modo obligado, como si llevarla a un lugar sotechado y con aire acondicionado fuera algo de mal padre, de gentuza insensible, de bárbaro iletrado. Aquello debió suceder hace ya bastantes años porque recuerdo perfectamente que llevaba a la niña a hombros, y si me toca hacer eso ahora acabo la tarde en la unidad de quemados del Río Hortega. Así que la llevé a ver un espectáculo a Fuente Dorada. Era una alegoría de las cuatro estaciones, creo. Digo 'creo' porque no llegué a entender nada, por supuesto, ya hemos quedado que Dios no me ha llamado por el camino de la pantomima. A los cinco minutos noté un dedo presionando mi trapecio derecho. Era mi hija, sangre de mi sangre. Miré para arriba para preguntarle qué quería, a lo que me respondió muy seriamente: «Papá, ¿pero qué es esto? Vámonos de aquí, por Dios». No pude ocultar una sonrisa orgullosa al percibir cómo cada una de mis células se convertía en un festival de genes haciendo la conga: «Esta es mi chica», pensé. O, como diría mi abuela: «El que no sale a la raza, se le mata».

Ahora solo pienso en cuánto tardarán en hacer una versión de Seminci callejera, una cosa para el verano, qué sé yo, un festival internacional de autocine para verlo en aparcamientos, como en Nebraska. Porque esta ciudad tiene ese don: convierte cualquier cosa en una verbena y cualquier verbena en institución cultural, con su logo, su gerente y su dotación presupuestaria. Ya lo veo venir. Si algo tiene Valladolid, además de taxistas en contra del crecimiento vegetativo y de glorietas donde uno puede envejecer esperando a que le dejen pasar, es esa vocación insaciable de sacar las cosas de su sitio, exponerlas al sol de Castilla y confiar en que nadie diga en voz alta que no tiene ningún sentido. Así que prepárense: quizá, no tardando, veamos proyectadas películas iraníes en un aparcamiento, con subtítulos blancos sobre un fondo también blanco y un coloquio posterior entre dos críticos que se comuniquen a base de silencios significativos. Lo pueden llamar 'Seminci a cielo abierto', 'Otros mundos' o, quizá, 'Cine contra viento y gravilla'. Porque eso es lo nuestro: convertir cualquier cosa en evento y cualquier evento en un combate a muerte contra los elementos. Y, aun así, ahí estará la ciudad, arrimando el hombro y viendo a Lars von Trier en la Plaza de las Batallas.

Yo soy poco chauvinista para estas cosas. Yo celebro con mi amigo David el fin de las fiestas, del verano, de Seminci y de lo que sea. Solo queremos la normalidad de un miércoles, de una barra de bar, una sala de cine, un teatro o una librería. O de mi casa, vaya, que se está muy bien. Aunque a lo mejor también eso está mal y la tendencia ahora es sacar el sofá a la Acera de Recoletos y tirarte a la bartola. Teniendo en cuenta que ayer he visto a un señor trepando por la torre de La Antigua, ya me creo cualquier cosa. Quizá fuera un acróbata, quizá Spiderman o quizá solo fuera un pucelano escapando de la tiranía del techo para alcanzar su sueño de vivir por siempre al aire libre. O puede que solo estuviera yendo a tocar las campanas, pero por fuera, como es costumbre. En cualquier caso, ahí hay una oportunidad: estamos a un par de alpinistas más de montar un certamen internacional de escalada de torres románicas.

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