José Ibarrola

No hay bichos en Valladolid

«Hoy ya no se oye desde la plaza el canto nocturno de las ranas, los vencejos no bajan al río al caer la tarde, y cada vez es más difícil sorprender a los murciélagos en su zigzagueo ciego y fascinante»

Fernando Colina

Valladolid

Viernes, 8 de abril 2022, 00:15

Casi toda mi vida ha discurrido en un territorio muy pequeño. Mi alojamiento apenas ha cambiado, circunscrito al encogido círculo que va de la plaza de Tenerías al Atrio de Santiago. No es de extrañar, por lo tanto, visto lo exiguo e insignificante de mi espacio, que cuando se me pregunta si ha cambiado la ciudad, niegue enseguida con la cabeza. Antes, en mi barrio, había más bares, más cines, más heladerías, más gente, pero en lo sustancial apenas ha variado. Ni la arquitectura ni el trazado se han modificado, al menos en lo que va más allá de la intensidad de la circulación y la dirección cambiante del tráfico.

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No obstante, hay algo radicalmente distinto. Una mutación que pasa desapercibida al vecino más reciente, pues carece del contraste necesario con el pasado. Me refiero al contingente animalesco del lugar y, en particular, a la densidad en bichos y sabandijas de escaso tamaño. Los animales grandes y vertebrados desaparecieron con la motorización y los ultrajes de la velocidad, y veces nos faltan demasiado. Echamos de menos los burros, los carros de mulas e incluso las ovejas que, de cuando en cuando, cruzaban por delante camino de la Huerta del Rey, que por entonces ya no era huerta, sino campo baldío sin habitar. Esa ausencia es llamativa y solo se ha compensado con la proliferación de perros y gatos domésticos, los unos paseando orgullosos con su dueño, su correa y su bolsita de inmundicias, y, los otros, arrellanados en el sitio reservado del sofá.

Sin embargo, nada es comparable a la reducción drástica de musarañas, bichos y bichejos. Muchas especies han desaparecido del entorno, hecho que la gente acomodada agradece ingenuamente por la molestia o el temor que causan. Pero olvidan, en cambio, las causas del alivio, que no es otro que el envenenamiento de la atmósfera y el suelo.

Moscas, mosquitos, moscones y moscardones cubrían la superficie del verano, mientras que arañas y cucarachas convivían amorosamente en la cocina y el cuarto de baño. En el patio de la casa, aún siendo céntrica y urbana, conseguías lombrices y escarabajos o lustrabas las suelas con el moco de las babosas que, curiosas, asomaban sin cautela por el pretil del pozo. En la calzada de la calle, de chicos elegíamos los excrementos caballunos más verdes y recientes para pegar el pico de las peonzas, que siempre saltaban al golpear.

Y en el parque del Poniente, las avispas revoloteaban amenazantes sobre los charcos de agua, mientras que los días de suerte llegaban mariposas, libélulas, mariquitas cuentadedos y algún saltamontes con sus replegadas pernazas. Al anochecer surgían de la nada las luciérnagas con su casco de luz fosforescente y su magia. Hoy ya no se oye desde la plaza el canto nocturno de las ranas, los vencejos no bajan al río al caer la tarde, y cada vez es más difícil sorprender a los murciélagos en su zigzagueo ciego y fascinante.

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