Sé lo que pasó. Sé que mi padre subió el volumen de la tele. Sé que yo narraba el fútbol en la emisora local y ... sé, también, que nos dieron en el meollo de Occidente. Era una mañana cálida de septiembre, lo que en la Costa Este es tiempo de reencuentros si no hay huracanes, y mañanas limpias como si el mundo estuviera recién hecho. Y todo fue un fundido a negro, a blanco, a muerte. Y el otro (Bush) en una guardería, y ediciones vespertinas, y eso de Internet que echaba a andar y ardía desde Kentucky a Ciudad del Cabo. Más allá, una forma de sentir la vida se quebró: entró el miedo y ya no hubo nada que pudiera combatir a una forma de maldad con la que echó a andar el milenio.
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Ahora a los talibanes se les va, poco a poco, metiendo en el juego político porque América hace algunos años que dejó el Planeta para ser ella primero: ella misma. El muro era con México, evidente, porque se quiso hacer de USA un lugar aparte. Uno anduvo hablando con atlantistas, de uno y otro confín, pero hasta en la Costa Este va calando que el mundo y que Occidente son una cosa lejana a la Casa Blanca. Muy lejana. Entre una lapidación y un despido improcedente media un mundo: son injusticias, pero no son magnitudes comparables, por mucho que Ione Belarra quiera confundir los términos.
Hace ya veinte años y unos días. Y en ese blanqueamiento talibán hay maletines ocultos y la genuflexión de la civilización. Yo sí me acuerdo dónde andaba cuando las Torres. Y que los niños, tampoco tan niños, sabíamos en el fondo del alma que estábamos en guerra. Conviene hacer memoria de ese pasado que cantó nuestras vulnerabilidades.
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