«Somos una familia», decía él, ajustándose los pantalones y mirándose en el espejo. Ella, desde la cama, tenía claro, clarísimo, que ya no la ... quería como antes. Que sólo era utilizada y que enarbolaba su relación en los lugares precisos para aparentar que existía una atmósfera de normalidad a su alrededor. Él, él, él. Su carisma, su aura de ganador… Hacía tiempo que había perdido aquel arrebato de pasión, pero sus parientes le insistían en que era mucho mejor que lo que se podía encontrar por ahí: «que hay gente muy mala, Patri».
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Los consuelos vanos no suelen mejorar. Más bien al contrario. Si te conformas con algo es que siempre estarás abierto a mejores opciones. Y ahí no hay ni amor, ni compromisos, ni leches. Ahí impera el interés, uno caduco y falso.
Patri había tenido, hace años, momentos extraordinariamente duros. Había sufrido por los suyos y había llorado mil mares. Tuvo relaciones pasadas y, como en cualquier pareja, vaivenes. Dejó su anterior idilio abruptamente, pero al momento le encontró. A él. Alto, bien parecido, un figurín. Algún buen amigo, luego caído en desgracia, se citó con ella para decirle que no le convenía, que conocía bien sus correrías en garitos de baja estofa y que se caracterizaba por tener los escrúpulos mínimos para guardar las apariencias. Pero ella no escuchó. No podía ser cierto. Su boca no podía mentirle cuando miraba sus ojos y desprendían un fulgor deslumbrante. «Lo eres todo para mí», repetía. Y cayó en sus brazos.
No pasó mucho tiempo antes de que se enterara de sus frecuentes devaneos en otras camas. «Necesitaba una vía de escape», contestaba. «No ha sido nada importante y no volverá a pasar», afirmaba con los ojos en lágrimas, como hacen los niños cuando son conscientes de la gravedad de una travesura. Pero tras ese lloro vacío corría un complejo sentimiento. Uno que le hacía estar vivo. Y su pareja ya no era suficiente para colmar sus deseos. «La necesidad puede acabar con la virtud», argumentaba. Porque si para él es preciso sentirse querido y mantener su percha deambulando por los círculos de importancia de la ciudad, ¿qué importa alguna manchita en el expediente? Además, si entornaba su atención hacia Patri y le decía que ella era la única, le iba a creer.
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Portando esa sonrisa canalla encontró a Cata. Vestía con clase y destilaba elegancia. Poco más tarde se enteró de que bajo esa fachada de lujo y frenesí había varias deudas y un sinfín de aventuras. Pero Cata era dura, le trataba con desaire y se hacía desear. Y eso le volvía loco. Patri lo notaba cuando llegaba a casa. Apenas la tocaba ya. Por la noche, sentía cómo daba vueltas y vueltas. Se levantaba al baño, encendía un cigarro en la salita, de esos que a ella le echaba en cara porque fumar era malísimo. «¿Tú me abandonarías?», preguntaba apoyando el codo en la almohada. «Nunca, cariño. Jamás», respondía él. Y sabía que no había un ápice de verdad en esa réplica. No sabía si la seguía amando, pero al menos, por el momento, era su refugio. Y Patri se convenció de que con eso le bastaba.
Tiempo después, sus amigas la citaron con prisa y palabras crudas. El café se tornó áspero en la textura y amargo en el corazón. Le enseñaron fotos, facturas de hotel y algún vídeo. Se negaba a creerlo. Conocía a la tal Cata de varios saraos. Fría, interesada. No parecía tan mala chica, quizá un poco desnortada. Qué equivocada había estado. Le emplazó a comer en un restaurante y le tiró una copa de vino a la cara nada más llegar. «Cómo te atreves a insultarme así», gritaba con histeria e hipo. Él, con esa compostura tan perfectamente artificial, impostó una mueca. El resto de comensales comentaban por lo bajini lo hierático del carácter de él y lo perturbada que se mostraba ella. «Mírale», murmuraban dos mesas más allá, «qué temple». Patri tenía las manos en la cara y él se limpiaba delicadamente con la servilleta, aseverando: «es culpa tuya. Mira alrededor. Todos me consideran un referente, alguien importante. Y tú llevas años pretendiendo que esté pegado a ti, a tus apuros caseros y vulgares. Y yo necesito aire».
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Patri se fue a casa incrédula. Ya habían tenido broncas, aunque nunca de un calibre tan alto. Pero quería seguir confiando en que él volvería y lo arreglarían. Estuvo sentada en el sillón hasta las cinco de la mañana, esperando una señal, una llamada. Estaba dispuesta a todo por perdonarle (otra vez) y empezar de nuevo. Cruzó varios mensajes con su círculo más cercano y no obtuvo ni respiro ni aliento. «No te quiere», recibió por toda respuesta.
Cerca de las seis, la puerta se abrió y vio como él entraba… y de la mano llevaba a Cata que, antes de avergonzarse, se carcajeaba de su rímel corrido y su bata arrugada. Ella se levantó, le agarró las solapas de su refinada chaqueta y, sollozando, lamentó: «¿Cómo has podido hacerme esto, Pedro? ¿Cómo?».
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