Mira que me lo dijo Peláez: «no escribas cabreado». Pero los castellanos somos así: nos manchan el tapete, nos dicen que no tienen Ribera, nos ... cobran el chupito de después de comer y miramos con el ojo revirado a los que han venido a tocar las narices.
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En mi (lento, demasiado lento para mi paz mental) abandono de las redes sociales, el otro día, cuando murió Mathew Perry, topé con un pazguato que aprovechó la noticia del día para buscar su cuotita de ruido y decir que todos los que añoramos Friends somos unos rancios burgueses más conservadores que Cánovas, y que (cito) la serie no era diversa, no tenía escenas de sexo ni personajes atormentados por las drogas. Es más, que no mostraban a individuos con un trabajo precario o dificultades económicas.
Estaba leyendo semejante majadería (digna de los revolucionarios de las sonrisas y otros subseres) y me preguntaba cuántas series de diez temporadas y doscientos treinta y seis episodios podían compararse en esos temas con la que nos ocupa. Y no se trata de defender la comedia amable y singular con el mayor éxito de todos los tiempos, porque no lo necesita. Pero escupir semejante montón de idioteces de una trama que gira alrededor de una pija que deja su —supuesta— vida de ensueño y trabaja de camarera por cuatro duros, un actor de poca monta sin dinero siquiera para arreglar la nevera, una masajista cantante casada con un amigo homosexual y vientre de alquiler (gratuito) de los bebés de su hermano o los dos hijos de un matrimonio judío (ella, con un pasado repleto de problemas de obesidad y un trastorno obsesivo-compulsivo con la limpieza. Él, casado con una lesbiana, padre de su hijo y apartado del núcleo familiar). Párense a pensar y díganme si no parece diseñada por una asociación de las de ahora dedicadas a que nadie, cuando encienda la tele, se sienta ofendido.
Si han leído hasta aquí, cosa que espero, habrán notado que no he dicho una palabra aún de Chandler Bing, el alter ego del finado, el eterno compañero de piso de Joey Tribbiani, el mejor amigo de Ross, el amor definitivo y equilibrio de Mónica. Mathew Perry lleva treinta años entrando en nuestras casas como ese conocido chistoso, tímido y conciliador. La bisagra de los conflictos, el eje al que el resto se agarra ante la dificultad. El torpe, el que pide perdón, el que no se atreve… En definitiva: el normal. Decir esto teniendo (en la serie) un padre transgénero es curioso, pero cierto. Todos nos hemos identificado en algún momento con Chandler y sus circunstancias. Por eso llevamos unos días rarunos, porque se nos fue aquella persona a la que, en un momento dado, recurrimos para recibir una pequeña sonrisa. Porque siempre podremos rebobinar y volver a la vez en que cayó en las redes de Janice como todos lo hemos hecho con algún ex, al momento en el que ganó un apartamento a sus amigas gracias a que no tenían ni repajolera idea de en qué trabajaba, al instante en el que ocultó al resto de la pandilla su romance al igual que muchos hemos hecho esperando el día adecuado.
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Oh Dios mío, Mathew. Qué tristeza, y qué peso has llevado encima. Qué dolor tan inmenso debe haberte acompañado siendo nuestro recuerdo feliz cuando tú eras casi incapaz de afrontar un nuevo día.
Puede parecer ridículo sentir un escalofrío pesaroso por un actor que vivía en Los Ángeles, pero el señor Bing, en realidad, residía en el apartamento de enfrente. Y soñabas con que abriera la puerta de tu casa súbitamente con cualquier pretexto o te lo encontraras en la mesa de al lado en aquel café tan curioso con un sofá naranja. Es posible que sea esto lo extraordinario de la naturaleza del ser humano: no conocer a alguien más que por unas escenas rodadas en un plató a diez mil kilómetros de tu ciudad, pero sentirlo tan cercano como al amigo que te ha acompañado durante las mejores hazañas de tu recorrido vital. Qué pena, chico.
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