Buscando un nombre desesperadamente
Pasé una etapa jipi en la que me pareció original, si alguna vez tenía una hija, ponerle Luna. Se lo comenté a una amiga y me dijo: «anda, como mi perra». Abandoné
No sé si les he contado alguna vez que mi padre, en su día, decidió que si hubiera sido niña me habría llamado Sherezade. Hombre, ... bien pensado, para lo del columnismo me habría venido de perlas porque impacta y hace que el interés fije la vista. Uno se encuentra con tal exotismo y se para, lee —que es de lo que se trata— y se pregunta de dónde vendrá tan misterioso nombre. Pues de un padre bastante bombero, caprichoso (no nos engañemos) y fan de Las mil y una noches.
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Viene al caso el tema porque una periodista australiana ha registrado a su bebé con el nombre de «Metanfetamina Mola». Les juro que es rigurosamente cierto. Comenta la graciosa madre que lo hizo como experimento social a ver si colaba. Y la bola entró, que diría McEnroe.
Qué quieren que les diga. Yo, a unos padres recientes los imagino ilusionados con el nacimiento, solícitos para cambiar pañales en los que aparecen toneladas de detritus que uno no imagina cómo salen del cuerpo de un ínfimo lactante. Pienso en ellos como dos personas que pasean al nuevo miembro de la familia tapado con la mantita que le ha tejido la abuela Virtudes durante cinco meses, siguiendo al dedillo las instrucciones horarias que la pediatra les ha dado y que han pasado a un Excel para repartirse las tareas (como una pareja de bien y sin necesitar aplicaciones de ningún ministerio para organizarse). Pero les prometo que no creía que un progenitor se dedicase a tocar las narices de por vida a su vástago por una prueba curiosita para salir en los medios y lograr sus miserables (y efímeros) cinco minutillos de fama. Si yo soy el hijo, le digo a la mamá (tiene pinta de ser de las que quieren ser la mejor amiga de sus retoños) que haga los experimentos con el Quimicefa.
Confieso que soy un clásico y con los nombres arriesgaría poco. Es cierto que pasé una etapa jipi en la que me pareció original, si alguna vez tenía una hija, ponerle Luna. Se lo comenté a una amiga y me dijo: «anda, como mi perra». Abandoné.
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En otra ocasión, y dada mi predilección por la serie clásica Embrujada, pensé que Tábata sería buena opción. Lo dejé caer en una cita en la que parecía tenerlo hecho y lo que pareció, en verdad, fue que la chavala tenía mucha prisa, porque salió disparada quemando más rueda que Verstappen en el Gran Premio de Montecarlo.
Desde entonces no me saquen de María, Teresa, Ernesto, Luis o Jaime. No tengo el asunto para farolillos ni para Shakiras. Rachel, Daenerys, Carrie o Khaleesi tienen el mismo problema que casi comete mi padre: que treinta años después no se entenderán y la que cargará con el nombrecito y la explicación será la pobre niña.
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Así que, por favor: antes de ir al registro y armar el taco, hagan una lista y tengan presentes estos consejos: no pongan nombres que ustedes no llevarían (y si sus padres tuvieron a bien llamarle Bernardino, no le haga eso al crío, que se supone que le quiere), no se dejen influir por las modas (ya, que Mateo está en boga, pero acabará habiendo seis en clase y terminarán llamándole el resto de su vida por el apellido —y recen para que este no sea Salido, Bartolo o Aguirregomezcorta—), no tomen en consideración las posibles rimas fáciles porque no hay manera de escapar (Carlos, el de los redaños largos; Manolo, dos con leche y uno solo; Marina, cursi y fina… Podría estar así hasta el suplemento dominical) y, sobre todo, no hagan el ridículo fastidiando a un pequeño por conseguir aparecer en letras gruesas en el titular de un periódico. Porque es posible, quién sabe, que al lado de su nombre ponga: una imbécil.
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