El bofetón
«Estoy hasta el serenísimo colodrillo de los jovenzuelos (azuzados por sesudos adultos, no se engañen) que deciden llamar la atención de la sociedad lanzando pintura a obras artísticas que llevan ahí seiscientos años»
Si desde el título del artículo están ustedes buscando mi número de teléfono para mandarme un escuadrón de policías armados hasta los dientes, pidanselo al ... director del periódico. Voy a mantener mi postura aunque una pléyade de concienzudos asesores defensores de la buena (nueva) educación, la moral y la virtud me lapiden públicamente. Pero esto no se puede aguantar. Entre todos la mataron, ella sola se murió y el velatorio lleno de gente diciendo que les da mucha pena. Hemos creado una generación de remilgados, hipócritas y empoderaditos que se han creído varios cuentos chinos; el de que pueden ser lo que quieran, la nana de que su destino es vivir felices por encima de todo y todos y, quizá, el relato más peligroso para su crecimiento como personas: que tienen derecho a denunciar agresivamente aquello que, según su particular conciencia, esté mal. Viene al caso esta introducción porque estoy hasta el serenísimo colodrillo de los jovenzuelos (azuzados por sesudos adultos, no se engañen) que deciden llamar la atención de la sociedad lanzando pintura a obras artísticas que llevan ahí seiscientos años y necesitaron del talento que jamás tendrán dos mil peleles con camisetas reivindicativas juntos. Otros camaradas de idiotez, benditos ellos y sus motivadores papás, se lían a martillazos contra cuadros o se pegan las manos al suelo en congresos internacionales para llamar la atención sobre diversos temas. Y una cosa es manifestarse con respeto y voz (muy) alta, pero otra es coartar la libertad del resto del mundo para opinar lo contrario. Aquí es donde vienen los de las banderitas y dicen que habrase visto semejante oda a la violencia. Y no, es al contrario. Usted viene buscando gresca y cabrea al calmado. Y luego llora si le dan vueltas las orejas. Me pregunto qué pasaría si un osobuco de dos por dos, según ve acercarse a estos alegres muchachos a la Victoria de Samotracia con aviesas intenciones, les soltase una guantada digna del Casius Clay más enfervorizado. Al fin y al cabo, está defendiendo una obra indefensa de un ataque indiscriminado en el que, a colación, alzan el grito para defender la causa de las ovejas lanudas de las Islas Feroe o que en las Delicias se recicla poco. Si ante lo del bofetón ponen mal ojo las adoratrices de la paz mundial (aunque los de enfrente te apedreen, den patadas o llamen de mameluco para arriba cuando les parezca oportuno), un placaje estilo Nueva Zelanda tampoco estaría de más.
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Las causas mundiales, que no les timen, se debaten en encuentros internacionales. Porque gran parte del planeta está concienciado ante los desmanes que hace una compañía petrolífera desnortada, cuatro magnates irredentos marcados y sancionados por sus respectivos gobiernos o una mafia que traslada gente con esperanzas a un futuro desalentador. No está mal que se lo recuerden, pero hacerlo cortando la M30 a los curritos que van con prisa porque entran a las nueve no va a conseguir adeptos a la causa. Es más, lo primero que harán será preguntar de qué vive semejante camada de desocupados que pueden tumbarse en la carretera un martes a primera hora de la mañana y luego, probablemente, te encuentres en el bar del polígono de al lado apurando un café con porras orgullosos de su acción. No sé, como plan maestro lo veo bastante flojo. Curiosamente, ninguno de estos mequetrefes osa viajar a Corea del Norte a decir que el señor del pelo cortado a cepillo es un tirano vandálico, que se pasa por el tiro del pantalón cualquier acuerdo planetario eco-amigable y, además, es feo. Ninguno de los que se untan las manitas con Loctite lo hace en la puerta del Kremlin, en Afganistán o a la entrada de la favela de Rocinha en Rio de Janeiro. No, lo hacen en el mundo civilizado, el del contenedor marrón para los restos orgánicos, y lo hacen cuidándose muy mucho de estropear la obra, por si les cae un delito de daños, pero jorobando al personal el viaje soñado que llevaban meses esperando al Louvre o la National Gallery. Además, delinquen con la boca chiquitita, sabiendo que la multa a pagar será calderilla y que un ejército de abogados a sueldo de la asociación de turno —que les haya convencido para jugársela— los defenderá. Al salir del calabozo y llegar a casa, es posible que su familia los reciba en olor de multitudes y saque ese «Viña Ardores» que tenían guardado para una ocasión especial. Y yo no puedo dejar de pensar que lo de erigirse en adalid de ciertas causas nada más y obviar otras por el color de fondo rezuma prejuicios y criterios sesgadetes. Y que usted puede reivindicar cualquier razón, aunque yo no esté en absoluto de acuerdo con ella, sin ser un cafre. Porque, téngalo en cuenta, si lo es, siempre encontrará a alguien que a los diez minutos perderá la paciencia que exige su reclamación, será más bruto e irá con la mano abierta.
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