Lo maravilloso del verano no es el sol, las moscas o los libros que pensabas leer y que nunca leíste; ni tan siquiera recordar cuando ... ligabas o jugabas a las palas con una chica en la playa y no dabas una, que a saber donde mirabas. No, nada de eso es, porque lo extraordinario del verano es una actitud y su consecuencia: vaguear y pensar en tonterías. Puedes hacerlo, por tiempo, y debes hacerlo, por saludable.
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Abrazamos la holgazanería y se nos ocurre resolver cuestiones enquistadas desde hace siglos. Somos lo que aseguraba irónico Paul Newman: mi mujer se ocupa de lo cotidiano y yo me dedico a solucionar los grandes problemas que asolan la humanidad. Queremos arreglar el hambre en el mundo o esos venenos machistas incrustados en nuestros débiles cerebros y que no percibimos, como el ajedrez, un juego al que los guardianes de la pureza califican de racista, heteropatriarcal y demás pecados capitales.
Sus reglas tocan todos los palos del delito de incorrección política –aún no existe, pero llegará–, desde que abran el juego las blancas para aventajar a las negras hasta que se coman los caballos, en un sacrificio que atenta contra el bienestar animal. O que el rey domine y los peones sean carne de cañón. Es un deporte diabólico y merece una transformación de arriba a abajo.
Abrumado por este argumentario sólido, ya no miro con los mismos ojos el tablero y en mi zanganería veraniega medité pasarme al parchís, donde no eres cómplice de ese juego sin alma del ajedrez. Así lo hice y la primera vez que comí una ficha, al contar las veinte de rigor, pensé que quizá eso era especulación, porque es una rentabilidad muy alta como si de una eléctrica. Entonces volví a la holgazanería con la que a nadie ofendes.
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