El viejo amigo

Miguel Delibes fue el primer escritor que, en el aula de un Ávila aún bajo la sombra de un ciprés, me habló como un amigo. Había otros escritores que me hablaban, que hablaban a los aprendices de letraheridos como amigos, pero eran escritores que no entraban en clase. Con ellos charlábamos en horas robadas a las obligaciones escolares o en la siempre apasionante madrugada.

Porque Miguel Delibes no era como los otros escritores con los que compartíamos las interminables horas lectivas, la mayoría venidos del más allá para tomar la palabra. Es cierto que con estos procedíamos con la arrogante soberbia de la adolescencia –más tarde les pediríamos humilde perdón–; sin embargo, Miguel Delibes fue inmediatamente aceptado a sentarse a nuestro lado para que nos hablara del paso del tiempo. De las esperanzas y de las derrotas. De la vida y de la muerte como las dos caras de una Naturaleza, en sí, eterna. Y en lo que nos relataba, nos reconocíamos.

Porque todos habíamos tenido algo de Daniel, el Mochuelo. Todos tuvimos un Moñigo que nos educó en las cosas que no se educan. Todo tuvimos un Tiñoso que, con su muerte, interrumpió para siempre el canto de los pájaros. Todos tuvimos una Mica por la que suspirábamos con los ojos clavados en el techo. Y un Quino y una Mariuca-uca, y conocíamos, claro que conocíamos, a unas hermanas como las Guindillas.

Sí, Miguel Delibes fue el primero que en un aula, con una de sus obras, 'El camino', nos habló, me habló, como un amigo. Que me hizo soñar con que un día yo hablaría como un amigo a otros chavales, escondido en un libro de texto; interrumpiendo mi discurso para descansar, hasta que ellos quisieran, en una mesilla de noche. O, como él, quién lo diría, en una lectura obligatoria.