Olga Merino. Karin Burénius

El maestro y la raíz de la lengua

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Olga Merino: «Años atrás, llegó a decirse que la obra de Delibes había envejecido regular y, sin embargo, lo que entonces pudo parecer el cardenillo del tiempo depositado sobre sus páginas resurge ahora convertido en profecía dolorosa»

Olga Merino

Sábado, 12 de diciembre 2020, 08:45

Tendría unos doce o trece años cuando leí mi primer Miguel Delibes. Encontré el volumen en casa, en un armario que custodiaba los pocos libros que habían pertenecido a mi abuelo paterno, dormidos en un par de baldas donde las novelitas del oeste compartían feliz cohabitación con algunos ejemplares de la Biblioteca Básica Salvat, aquella colección setentera de cubiertas ocre con un cuadrado de color que distinguía géneros. Azul teatral, pensamiento verde oliva, naranja para la novela. Escogí a ciegas 'La hoja roja' (1959) sin saber dónde me adentraba ni lo que sobrevendría. Y así, mientras el viudo Eloy, recién jubilado, lamentaba la aparición de la hoja encarnada –indicaba en los librillos de papel de fumar que ya solo quedaban cinco pliegos para seguir liando picadura–, también recelaba yo de que terminaran en un suspiro las páginas de mi reciente hallazgo. ¡Qué divina manera de escribir! Y cómo entrelazaba el maestro las dos soledades, la del viejo Eloy y la de la Desi, la chica de pueblo que lo cuida y le hace las faenas domésticas. Me hice adicta. Aspirante a sombra. Devota. Como el liquen al tronco.

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Vinieron después las lecturas 'obligatorias' de la escuela, el deslumbramiento posterior con 'Cinco horas con Mario', 'Los santos inocentes' o 'El hereje', su última gran obra, y toda una vida de seguir el surco que había trazado, de beber en el cuenco de sus manos.

La raíz del idioma está en él, y yo no conozco otro cobijo, otro trillo sobre la tierra, que la lengua de mis ascendientes, la gente que vació los pueblos. Palabras, decenas de palabras de uso cotidiano en casa, no adquirían brillo ni marchamo alguno hasta verlas negro sobre blanco, empapadas de la transparencia de su prosa. Trocha, trasconejar, halda, henil, restaño, trebejo… Redescubrir los secretos del campo: el barbecho de año y vez, la sombra traicionera del nogal, los avisos de lluvia, siempre parca.

Y sobre todo, la mirada sobre el débil –Paco, el Bajo; Daniel, el Mochuelo–, el compromiso ético con los valores humanos, la compasión. Como bien dice el crítico Rafael Narbona, Delibes escribe desde la ternura. En cambio, Cela, compañero de generación, lo hace desde lo alto, «contemplando con sorna a sus criaturas». No las ama, las vapulea.

Años atrás, llegó a decirse que la obra de Delibes había envejecido regular y, sin embargo, lo que entonces pudo parecer el cardenillo del tiempo depositado sobre sus páginas resurge ahora convertido en profecía dolorosa. «¿Qué va a ocurrir aquí […] el día en que todo en este podrido mundo no quede un solo tío que sepa para que sirve la flor del saúco?», dice Víctor, el político, un personaje de 'El disputado voto del señor Cayo'. El maestro vallisoletano ya hablaba de la España vaciada en 1978. Lean, si pueden, su discurso de ingreso en la Academia. Ojalá la maldita pandemia permita hacerle un homenaje a la altura que merece.

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