El maestro distante

El magisterio de Delibes derivaba no solo de su escritura, también de su actitud tímida, y distante. No sé la de veces que me habré leído 'Viejas historias de Castilla la Vieja'. Otro tanto podría decir de 'Mi querida bicicleta' o de 'Castilla habla'. ¿Por qué vuelve uno a los libros ya leídos? Acaso porque no se les acaba la magia, porque algo flota en ellos que nos sigue fascinando como el Romancero.

Solo le traté tres veces en la corta distancia, dos en Segovia y una en su casa de Valladolid, ya viejecito. La primera ocasión fue en octubre de 1984, cuando estuvo invitado a la Tertulia de los Martes tras un cruce de cartas en la que ya se advertía su carácter meticuloso y maniático. Dimos un paseo por la ciudad antes de empezar el acto. Luego, antes de entrar en la sala de Caja Segovia, mientras la tarde caía, se quedó mirando el horizonte enmarañado de colores y nos dijo transido, como si estuviera flotando: «Viven ustedes en la ciudad más fina de Castilla».

Nunca la sala estuvo tan abarrotada. Cuánto gentío. En el propio estrado, al lado de la mesa, se sentó un grupo de adolescentes. Qué gusto oírle hablar de su mundo, sus obsesiones, sus personajes. El paladeo de las palabras. Al acabar Angélica Tanarro y yo le hicimos una entrevista que abrió unos días más tarde el suplemento de letras de 'Liberación', un diario madrileño de vida meteórica.

Cuando, libre de la avalancha de admiradores, salimos a la calle, por cortesía le pregunté si aceptaba una caña y un tentempié antes de salir pitando hacia Valladolid con un colega de la universidad que le había acompañado. Y me respondió: «Sanz, acepté la invitación a la Tertulia, con la condición de que no fuera acompañada de cañas ni picoteos». Lo dijo de manera tan seca y tajante que habría sido insensato insistir.