La voz del cazador

No había cumplido 20 años cuando empecé a labrarme un porvenir, como decían nuestros mayores. Todas las tardes laborables del otoño de 1961 subía los escalones de la Biblioteca Nacional de Madrid y en la sala de lectura abría mi libro de cabecera. Leía: «La pregunta qué es el Derecho…» y a continuación las palabras que debían convertirme en alguien de mérito, esas palabras memorizadas en la biblioteca –usucapión, enfiteusis, ológrafo– que repetía al volver a casa para no olvidarlas.

Estaba en la edad de las influencias y escuchaba muchas palabras de gente mayor que yo desconocía. Con ellas me preparaba para garantizarme el día de mañana, como también se decía. Pero aquella tarde de noviembre de 1961 no seguí esa rutina, descarté trepar por las escaleras y permanecí en una dependencia de la planta baja del edificio.

Había elegido recreo y no estudio, por lo que no toqué el libro que traía de casa, sino el que pedí para leer. Era una novela que desde hacía seis años circulaba con el titulo de 'Diario de un cazador'. Su autor era Miguel Delibes. Porque había oído hablar de ella, ahorraba para comprármela. Gratis me la entregó el funcionario de la biblioteca. Comencé a leerla: «Al fin dejé el Instituto. Me viene al pelo porque aquí no están desdobladas las clases...»; y a partir de ahí, me cambió el mundo.

De vez en cuando, los chavales de aquella época obteníamos de una película o un libro enseñanzas que considerábamos «la verdad de la vida». Para nuestra personalidad adolescente eran inyecciones de autenticidad.

La novela de Miguel Delibes me asomó a un paisaje, aunque conocido, insólito, porque el cazador Lorenzo me lo contaba de otra forma. Esa voz diferente que ponía todo patas arriba era la voz de la literatura, la voz que me recordaría desde entonces que en la vida no todo consiste en cargarse de palabras.