Clásica pose desafiante y macarra de un Lou Reed en plena forma.

El amigo español de Lou

Odiaba a los periodistas, pero Ignacio Julià lo siguió por todo el mundo y lo conquistó. Publica una biografía alternativa a través de sus letras

Antonio Corbillón

Lunes, 7 de diciembre 2015, 21:02

Lo más suave que Lou Reed pensaba de los periodistas es que eran «bichos faltones», «la forma más baja de existencia». Despertaba el miedo y la desconfianza con sus continuos desplantes de reinona del rock. Era inusual que terminara una entrevista sin ponerse borde o sin dejar con la palabra en la boca a su entrevistador. Pero hubo un reportero español que mantuvo una intensa relación con el artista que se perdió por la cara más oscura de Nueva York para ser la voz de «los estropeados y los diferentes». Y que logró esquivar casi todos sus exabruptos con un truco infalible: ser uno de los que mejor conocía al mito.

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Desde muy joven Ignacio Julià recorrió Europa detrás del hombre que desapareció hace poco más de dos años (1942-2013). Logró colarse en sus camerinos y empotrarse en todo ese circo que rodea incluso a antiestrellas como Reed. No se dejó amedrentar por esa fama de «monstruo» que le adjudican sus últimas biografías. O de «su rara habilidad para extraer lo peor de la gente», como le reprochó John Cale, el cómplice de sus mejores aportaciones a la historia del rock. Con todo ese bagaje, el escritor barcelonés ha llevado a las estanterías Lou Reed. Catálogo irracional (Alternia Ed.), en el que huye de las ya contadas biografías para explicar a este inaprensible espécimen a través de sus letras.

Julià también refleja su muerte en el amanecer del 27 de octubre de 2013. Y sus últimas palabras en su finca de Long Island, a una hora de Nueva York. Como una vulnerable crisálida que necesita el sol para vivir, Reed reclamó en su última voluntad: «Sacadme a la luz». Había sucumbido al cáncer y a la factura de medio siglo de drogas, alcohol y desequilibrios psíquicos. El príncipe de las tinieblas urbanas, la mariposa underground (así llamó a su banda iniciática, Velvet Urderground) que se alimentó de lo más oscuro del ser humano quiso marchar en paz.

Difícil empeño para una vida que se torció pronto. Lewis Allan Reed nació en Brooklyn, aunque a los 9 años dejó sus calles para perderse en una remota urbanización de Long Island. Era hijo de familia judía, con un padre estricto y una madre reina de belleza, pero sumisa, cuyo único consejo fue que «a menos que te vayan a hacer una foto, sonreír es lo último que debes hacer». Lo cumplió hasta el desprecio. Una homosexualidad latente «le hacen víctima de los demoledores electroshocks de la psicología de la época», recuerda su biógrafo español. A los 17 años, las descargas «le dejaban zumbado durante días». Desde esa edad aprendió a utilizar «a Lou Reed (su estereotipo), para mantener a la gente a distancia», explica Julià en Catálogo Irracional. Lo aplicó con saña para sobrevivir a los excesos del Nueva York más salvaje.

Apología de la heroína

Las influencias de la Factory, el estudio de Andy Warhol en el que aprendió a moverse por la cara B de su ciudad, y su propio carácter, le convirtieron pronto en «el bastardo más autodestructivo, pero que se movía con estilo». Pero «tras el monstruo, el urbanita chulesco y abusivo, se escondía una persona excepcionalmente vulnerable», concede su crítico español. Tanto que, cada noche y concierto «eran el primero y el último». Lo sorprendente es que llegara a septuagenario alguien cuya promiscuidad con el sexo (en todas sus variantes hetero, homo y trans) y las drogas alcanzó tintes suicidas. «Una distorsión vital que alimentaba sus creaciones». Solo él podía crear la mejor apología en Heroin. «¡Empecé a chutarme por tu canción», le gritaban en los conciertos. En España, la censura le prohibió tocarla en su primera visita en marzo de 1975. Los grises acabaron dispersando a un cabreado auditorio. No fue la única vez.

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Walk on the wild side, Perfect day o Vicious resumen en sus letras su condición de creador único «dispuesto a arriesgarse para recomponer los añicos de su vida y plasmarlos en arte». Entre esos rotos: denuncias de malos tratos de sus mujeres, actitudes racistas...

De sus muchas parejas, Lou encontró la calma con Laurie Anderson, «la única que con un par de palabras podía desenrollar el nudo neurótico que le convertía en intratable». En el ingreso póstumo en el Salón de la Fama, el pasado abril, esta viuda desgranó las tres reglas vitales que le enseñó: «No sientas miedo de nadie, búscate un buen detector de majaderos y úsalo, y sé muy tierna».

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Ignacio y Lou se vieron por última vez en Burdeos en junio de 2012. Después de 40 años, Julià echó la vista atrás y descubrió que «nunca estuvimos tan juntos como cuando nos separaban unos auriculares». O sea que mejor quedarse con sus discos. Ni los más íntimos lograron perforar la coraza del autor de Berlin.

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