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LOS CUATRO CANTONES

Marta Domínguez

GUILLERMO DE MIGUEL AMIEVA

Domingo, 13 de septiembre 2009, 04:24

L AS victorias tienen muchos padres y las derrotas ninguno. Todos somos campeones del mundo después de que ella lo haya conseguido, pero otra cosa es quién de nosotros se atribuye la responsabilidad de que toda una campeona del mundo tenga que entrenarse en las calles de nuestra ciudad, en lugar de hacerlo en una pista como Dios manda, o quién, por otra parte, se responsabiliza de que no sepamos focalizar nuestra capital para atraer la atención del Atletismo creando, por ejemplo, una Escuela de Atletismo que ella dirigiera. Es una idea.

Marta Domínguez tiene unos ojos preciosos y una sonrisa espléndida. Sus ojos azules brillan como estrellas en medio de una sociedad que se ha empeñado en seguir la oscura senda de la satisfacción sin esfuerzo. Pero, llegados a este punto, colijo que hemos debido llegar a ser demasiado hipócritas para aplaudir desde la butaca del salón a quien hace lo que nos hemos propuesto destruir. Aplaudimos a Marta cada vez que la vemos luchar en el óvalo de la pista de Atletismo, (yo mismo no he podido contener las lágrimas en varias ocasiones y me he dejado llevar por la emoción pasando momentos memorables de éxtasis), pero ¡ay amigo!, otro cantar y otra medalla acontecen cuando se trata de reconocer el mérito de esos conciudadanos anónimos que luchan denodadamente.

Nuestra envidia, mal mayor del español, impide admirar a quien se lo merece. Sólo admiramos a quienes ya han subido al Olimpo de los Dioses (cosa ésta de escaso mérito), pero en el camino nos dejamos a mucha gente que debería ocupar el puesto que ahora ocupan los lameculos, los pelotas o los asistidos por la corriente eléctrica del enchufe, pan nuestro de cada día. Así nos va: instalados en una crisis y dependiendo de que la resuelvan los políticos más ineptos, dogmáticos y soberbios de la historia de España, y eso que de soberbia, dogmatismo e ineptitud andamos sobrados desde que los Austrias aparecieran por aquí para administrarnos la Cosa Pública.

Los ojos brillantes

Me gustan mucho los ojos brillantes y llenos de ilusión de Marta Domínguez. Centellean y te saludan con una alegría salvífica. Recuerdo ahora la primera vez que la vi. Fue en el club Jotaeme de Palencia. Yo nadaba unos cuantos largos y ella hacía ejercicios fuera del agua. Estaba calentando, pero el largo calentamiento me hizo pensar que ahí había algo más. Como soy miope y no suelo llevar las gafas puestas cuando nado, no atiné a saber quién era. Luego de indicármelo otro nadador, me quedé tranquilo observando. Más tarde se zambulló para hacer largos. No me pareció que nadara especialmente bien, aunque este juicio sea quizás demasiado riguroso por mi parte, pero, equivocado o no, me extrañó que una atleta de semejante envergadura no atinara mejor en el agua. Reitero que puede ser que me equivoque en esto, pero no en que tiene una sonrisa preciosa.

Suelo fiarme de las personas que esbozan sonrisas amplias, me refiero a ese tipo de sonrisa abalconada que se abre ante tus ojos invitadoramente, contagiándote, atrayéndote al instante exacto en que se hace presente y, por presente, tiempo eterno. En la cara estrecha de Marta Domínguez cabe la amplitud de una sonrisa generosa, y a mí me encanta verla ampliamente extendida delante de mi mirada escrutadora.

Yo soy un espectador de la vida y un pensador más que un hombre de acción -por ello escribo-, aunque no quita para que también tenga mi margen de actuación en los ámbitos donde inevitablemente he de hacer algo. Mi sonrisa no es abierta ni abalconada, y juro que me haría la cirugía estética para transplantarme la sonrisa de esta mujer que gloso y que, al revés de lo que me sucede, es una mujer de acción. Su aspecto fibroso, su carácter enérgico, su flexibilidad, tienden a canalizarla por el mundo de los hechos consumados y, en ella, la consumación o el éxtasis se traducen en una medalla y una sonrisa, todo lo contrario que en quien escribe, que si alguna consumación alcanza alguna vez es la sublime huella que pueda dejarle un soneto o un buen artículo en donde las palabras alcancen la suave brisa de la armonía.

La segunda vez que me topé con Marta fue a bocajarro en el aeropuerto de Barajas. Ambos regresábamos a Palencia y puede ser que ninguno sepa ahora recordar de qué lugar del mundo procedía. Nuevamente me cautivaron sus ojos, pero más su sonrisa. Nos conocíamos porque me la presentó su suegro Miguel Ángel Bercianos,-amigo mío- creo que en la piscina, pero dudaba si me reconocería. La verdad es que no sólo lo hizo, sino que se ofreció para llevarme, y entonces me pareció que Marta, por querer llevarme, era la reencarnación del viento. Debe serlo porque da gusto verla correr. El viento se ha debido entremeter en las células de su organismo dejando un leve atisbo de su memoria, y el viento, por ser manera del aire, es leve y ligero y, por ligero, espiritual. Yo tiendo a la quietud y ella al movimiento, nada más contradictorio. Quizás, de un estado se transita a otro, o quizás nada es absoluto y los contrarios tienen pinceladas uno del otro. Por eso la admiro. Debemos admirar lo opuesto a lo que somos porque ése y no otro es el camino hacia la buena tolerancia, aquella que huye del dogmatismo o del narcisismo y permite que el otro sea lo que es.

Mi movimiento es otro. Mi espacio se reduce a la pantalla de este ordenador portátil que me permite escribir. Las palabras recorren mi mente y las paladeo, las elijo, las adapto a algo o a alguien -en éste caso a Marta-, porque me gustaría escalar la cima de la verdadera poesía, la que reside en el alma y luego puede aflorar. Sin haberla frecuentado mucho, más que en un par de ocasiones, quiero un poco a Marta y la admiro. No la envidio, la admiro, y por eso puedo llorar cuando gana una medalla, puedo sentir como propio lo ajeno, y por eso su esfuerzo me es incluso beneficioso.

Si algún día llegamos a entender que nuestra capacidad de admiración por los demás nos produce más beneficio que el hecho luctuoso de envidiarlos, llegáremos a ser una sociedad que no tendrá la necesidad de estar delante de una butaca aplaudiendo a quien ya indiscutiblemente nadie le niega el aplauso, sino que procuraremos dar luz a las personas de mérito que andan en las sombras, para que todos les aplaudan, y ocuparnos, nosotros mismos, de hacer de nuestra propia vida algo digno. Pero eso conlleva esfuerzo, lucha incesante, perder miedos, dejar el ego infantil, ese timorato que siempre requiere del lloro y de la lágrima fácil. Seremos como Marta, que cuando se cae no llora y cuando gana sonríe con belleza.

Gotas de sudor

Entretanto, como dije al principio, las victorias tienen muchos padres y las derrotas ninguno. ¿Dónde estábamos cuando era desconocida?. Eso es lo que nos tenemos que preguntar porque mientras ella sufría el esfuerzo por alzarse a la cumbre, cuando sus gotas de sudor caían al pavimento en soledad, es muy probable que aplaudiéramos a otro atleta o que soñáramos con que apareciera algún día la mejor atleta de nuestra historia, pero no sólo de sueños vive el hombre. Marta es excepcional y hubiera sido más fácil aflorarla en un país menos envidioso, en un lugar donde se pudiera reconocer el mérito en lugar de denostarlo. Y aun así sigue entrenando por las calles, y aun así algún día mis hijas pueden reír alborozadas cuando ella pasa a su lado y Marta responde a su saludo al tiempo que no pierde el compás del paso, y aun así tendremos pronto un palacio de congresos donde, para inaugurarlo, podremos estrenar el sugerente debate de por qué demonios tardamos tanto en respetar al que lucha de verdad en lugar de intentar derribarlo. Aunque la respuesta parece evidente, la dejo al lector. Hoy he venido a glosar a una tía grande de gran sonrisa y bellísimos ojos. ¡Felicidades!

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