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Entrada al Sanatorio de la pluma en 1946, cuando estaba en Fuente Dorada. / EL NORTE
VALLADOLID

Punto final

El Sanatorio de la Pluma cierra sus puertas después de 63 años dedicado al arreglo de las estilográficas

ÍÑIGO SALINAS

Domingo, 31 de agosto 2008, 04:11

Porque resulta que a los establecimientos eternos, a los de toda la vida, también les llega el día en el que cierran la puerta por última vez y ponen el punto final a tantos lustros de recuerdos a sus espaldas. Porque todo tiene su principio y su fin. La paragüería Valiente colgó el cartel de cerrado para siempre allá por la primavera del 2005, el telar Siglo XXI bajó el telón nada más comenzar el nuevo milenio y, desde el último día de julio de este año, el Sanatorio de la Pluma ha volado al almacén de los recuerdos de tantos y tantos vallisoletanos que confiaban sus estilográficas más preciadas a José Lifante, primero, y a su hija Josefina, después, cuando el punto agonizaba. O cuando la sangre de tinta azul se coagulaba antes de llegar al papel rugoso.

Corría el año 1945. La sombra de la Guerra Civil aún planeaba por las cabezas de los escasos 100.000 vallisoletanos que veían como los enfrentamientos entre falangistas y católicos tocaban a su fin siete años después de comenzar. Bajo la alcaldía de Fernando Ferreiro Rodríguez, la ciudad se transformó en una urbe industrial acuciada por el hambre en la que sacar adelante la asignatura de ir tirando era un resultado meritorio.

Pero en tiempos de necesidad abunda el ingenio y el espíritu de supervivencia se convierte en un referente obligatorio. Quizás por eso, José Lifante adquirió un modesto local en Fuente Dorada para sanar las estilográficas que, por aquella época, estaban en pleno apogeo. La demanda de la Parker 51 excedía a la producción y la Conklin hacía estragos entre los ciudadanos. El negocio se antojaba redondo para lograr la difícil tarea de sobrevivir. Poco a poco, aquella pequeña tienda y el buen hacer de José se hicieron un hueco entre los vallisoletanos, y las plumas enfermas se fueron apilando en el mostrador de José, que falleció el 23 de octubre de 1957.

Los nervios del novato

Fue entonces cuando su hija Josefina, que a sus catorce años mataba las horas leyendo tebeos, dejó a un lado sus estudios en las Carmelitas y las historias del Capitán Trueno para ponerse al frente del negocio familiar. «Los primeros días de trabajo estaba desorientada», recuerda. Pero los años saltaron de dos en dos, la experiencia se convirtió en prima hermana de Josefina y las plumas en útiles de primera necesidad, tanto de estudiantes como de trabajadores y «gente ilustrada como abogados, sacerdotes, médicos o escritores como Jiménez Lozano». El negocio crecía al mismo ritmo que el uso de la estilográfica se generalizaba y los encargos se sucedieron uno detrás de otro. A esas alturas, las manos hábiles de Josefina y su ojo clínico llenaron el negocio de clientes y la carga de trabajo relegaron a las galeras del olvido los nervios de los primeros días al frente del Sanatorio de la pluma. «Aprendí con la práctica», recuerda sentada enfrente del escaparate de la tienda, ahora recubierto de papel cartón.

La acumulación de trabajo obligó a Josefina a contactar con una amiga, María Victoria Ortega, para pedirle que le ayudase en las labores del negocio. «Eso fue hace muchos años y, fíjate, hemos estado juntas hasta el último día», asegura.

Y en tantos años han pasado cientos de acontecimientos, desde declaraciones de amor tatuadas en el cuerpo negro de lujoso bolígrafo hasta robos y arreglos imposibles.

«De tu gatita»

Josefina recuerda con especial cariño aquel día en el que una señora fue al Sanatorio de la Pluma para comprar un «bolígrafo de lujo. Ella se pensaba que nosotros, además de vender y arreglar, también hacíamos grabaciones. ASí que me pidió que le grabara en un lateral del bolígrafo: 'De tu gatita'». Mientras recuerda la anécdota, Josefina viaja con la mirada más allá del horizonte, quizás varias décadas atrás, justo al momento en el que, «sin saber porqué», no se atrevió a negarle el pedido y le dijo a la señora que volviera en un par de días para recoger el bolígrafo grabado.

«Enviamos el Mont Blanc a la casa que lo fabricaba y les pedimos que nos grabaran 'De tu gatita'», y Josefina no puede evitar una sonrisa.

Pero las anécdotas no siempre son buenas y, aunque la memoria juegue a olvidar los malos momentos, siempre hay ocasiones que, por una cosa o por otra, permanecerán en el recuerdo. «Lo peor que nos ha sucedido es que nos han robado unas tres, cuatro o cinco veces... No me acuerdo del todo», admite justo antes de decir que «en general, no ha habido grandes problemas ni malos ratos».

Quizás sin querer, Josefina se niega en rotundo a rememorar aquellos acontecimientos y vuelve a dirigir la vista al portal número diez de la calle Teresa Gil. Después, echa un vistazo melancólico a su alrededor. «Aún hoy hay muchos establecimientos de hace muchos años. Y la plaza sigue casi igual que antes. Bueno, el kiosko estaba junto a la pared pero, por lo demás, las cosas no han cambiado tanto».

Un hombre que pasa junto al escaparate atrae de nuevo la atención de Josefina. «A veces nos pedían arreglos imposibles», reconoce. «Nos traían plumas antiquísimas de los abuelos para ver si podíamos hacer algo, pero qué va, hay veces en las que no se puede».

Entre las peticiones de grabados, los robos y los intentos por resucitar una pluma más muerta que viva, los años pasaron y los bolígrafos comieron el terreno al arte de la escritura manual. Y las cintas de tinta de las máquinas de escribir sustituyeron a los cartuchos de las plumas. Y a los tinteros. Y llegaron los ordenadores. Y las plumas se escondieron en el fondo de los cajones de la mayoría. Y las ventas no eran ni el reflejo de lo que fueron en aquellos días de mediados de siglo, cuando la Parker 51 causaba furor.

El futuro

Y es que los avances se han llevado por delante las estilográficas. Aunque Josefina cree que «el futuro de la pluma está difícil», se agarra a la esperanza de los coleccionistas y a la certeza de saber que una pluma «aporta una escritura personal porque el plumín se va desgastando y adaptándose a la manera de escribir de cada uno», y eso no lo da ni un bolígrafo, ni las escobillas de las máquinas de escribir ni los ordenadores.

Pero aunque las plumas hayan sucumbido a la batalla de la modernidad, no ha sido ese el motivo que le llevó a Josefina a cerrar para siempre El Sanatorio de Plumas. La razón es bastante más terrenal: «Tengo 65 años y me jubilo». Y lo dice sin demasiada nostalgia. «Es verdad que en julio si que se me escapó alguna lágrima cuando pensaba en cerrar para siempre, pero bueno, todo tiene su principio y su fin».

Porque resulta que a los establecimientos eternos, a los de toda la vida, también les llega el día en el que cierran la puerta por última vez y ponen el punto final a tantos lustros de recuerdos a sus espaldas. Porque todo tiene su principio y su fin.

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