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FERNANDO COLINA
Sábado, 19 de julio 2008, 03:11
E ntre las frases más célebres sobre la amistad figura una de La Rochefoucault bastante conmovedora. Dice así: «Por raro que sea el amor verdadero aún lo es más la amistad verdadera». La tarea de hacer amigos se alza, de este modo, a la cota más alta de de las dificultades humanas. Nada concuerda mejor con nuestra vida cotidiana que la aceptación sin reservas de este impedimento. Por ello, si queremos indagar sobre la verdad no debemos perder mucho tiempo entre los experimentos de la física, pues pocos campos son más fértiles de investigación que la experiencia de la amistad.
Para hacernos una idea cabal de los obstáculos que nos separan de un amigo no hay que recurrir a diferencias de carácter, a emociones no compartidas o a sentimientos enojosos y turbios. Basta con algo en apariencia más sencillo, pero que en realidad resulta infinitamente más complejo de tolerar. Es suficiente con asumir que la incomprensión es la señal más elevada de respeto que nos cabe brindar a los amigos. Así es de sencillo. Recordemos, en este sentido, que Blanchot concluye su estudio sobre la amistad con una idea irrebatible: «Debemos renunciar a conocer a aquellos a quienes algo nos une».
El mejor homenaje a los amigos, al fin y al cabo, siempre será no conocerlos. Por supuesto que, bajo estas palabras, no se trata de una ignorancia absoluta, ni de cierto desinterés hacia todo lo que suponga entenderlos. Al contrario. Despliega desde luego ese esfuerzo, pero acompañado de un reconocimiento de los límites, tan austero y decidido, que la incomprensión se convierte en un ideal moral que atrae nuestra conducta y mueve nuestro respeto. A los amigos, para no hacerlos la puñeta, no los debemos tanto comprensión como desconocimiento.
Lo mismo nos sucede con los enfermos. Cuando a un loco le decimos que le entendemos a menudo ya sólo le queda reventar. A veces no podemos ser más violentos con nadie que cuando afirmarlos conocerlo. Pocos desprecios se pueden igualar a este que, a martillazos mentales, nos pone tan por encima de los demás. Máxime si, como le sucede al loco, no se puede ocultar. El único desdén comparable por su violencia es el de compadecer al melancólico por su tristeza.
Hay que respetar las fuerzas de quienes nos rodean. Y hoy -por fortuna- la fuerza ya no es tan cuartelera, erecta o muscular. La fuerza puede residir en algo intangible y difícil de localizar, como es el secreto, la capacidad de esconderse, la sabiduría a la hora de dosificar la oscuridad y la transparencia para mantener a los amigos cerca pero a salvo por su impenetrabilidad.
Conocer al otro nos enfría. Pone fin a la sorpresa. Sin verdad y mentira, sin sinceridad y disimulo, no tenemos nada que ofrecer a los amigos, salvo decir que los conocemos para demostrar nuestro poder sobre ellos. Si Dios ha querido ocultarse, según la afirmación de Pascal, y ha preferido acercarse a nosotros rodeado de misterio, no puede haber ningún inconveniente en tomar a los amigos como pequeños dioses incomprendidos que se rodean de máscaras y secretos. Muchas veces no hay mejor apretón de manos que el que se acompaña con un saludable «no te entiendo». Tampoco hay mejor oración ni esmero.
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