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VIDA Y OCIO

Las máscaras del tímido

Quienes han aprendido a convivir con el ridículo, a reírse de sí mismos, a relativizar la repercusión de sus palabras y sus actos, pocas veces se sienten atenazados por el apuro

JOSÉ MARÍA ROMERA

Sábado, 29 de marzo 2008, 14:39

«No te crees enemigos, pero sobre todo no te crees enemigos tímidos», advirtió en sus 'Pensamientos' el perspicaz moralista La Beaumelle. Y es que la timidez engendra en muchos de quienes la padecen una suerte de resentimiento difuso que provoca reacciones inesperadas. El tímido se encoge en presencia de los otros; pero cuando está acorralado puede actuar como las bestias heridas. ¿Quién no se ha sorprendido alguna vez al ver cómo una persona apocada o de natural retraído repentinamente monta en cólera con un furor inusitado? El hecho de que las personas tímidas tiendan a evitar a los demás y a escapar de situaciones donde se creen expuestas a la inquisidora mirada ajena no garantiza que siempre vayan a reaccionar de igual manera. A veces una suerte de mecanismo de compensación lleva a los tímidos a comportarse agresivamente.

El tímido puede descargar su frustración sobre personas más débiles que él para desquitarse de su propia debilidad. En otras ocasiones experimenta arrebatos de euforia incontrolada que lo hacen irreconocible, como la 'mosquita muerta' que en una fiesta acaba dando la nota como si en vez de tímido fuese un redomado exhibicionista. La timidez tiene muchas máscaras, quizá porque no se proyecta tanto en las grandes decisiones de la vida como en aquellas situaciones que tiene algo de representación.

Pero en el saco de la timidez metemos demasiadas cosas. No es lo mismo ruborizarse a los quince años al cruzar una mirada con el chico o la chica de tus sueños que no salir de casa por la imposibilidad de mantener la menor relación con la gente, como sucede en los casos más acentuados de fobia social. Hay tímidos encantadores que han hecho de su debilidad un atractivo personal y otros hoscos, huraños, que actúan siempre a la defensiva.

El adjetivo 'tímido' proviene del verbo latino 'timeo' ('tener miedo'). En principio la timidez sería, por tanto, una manifestación del miedo a los demás. El tímido es el que, o bien se deja vencer por ese miedo y adopta ante él respuestas de evitación, o se resigna a vivir con sus temores y con los malos tragos que de vez en cuando le ocasiona. La fobia social es un miedo más persistente y acentuado que se manifiesta en respuestas de ansiedad, de crisis de angustia o pánico, de pensamientos anticipatorios negativos.

Opinión ajena

Pero en todos los casos subyace un fondo de ideas sobrevaloradas acerca de los otros y también -por paradójico que parezca- acerca de uno mismo. Son ideas que se van forjando en las etapas de desarrollo más propensas a la inseguridad, especialmente en la adolescencia. El sujeto va enfrentándose a desafíos novedosos que le plantean interrogantes acerca de su propia condición. Da demasiada importancia a la opinión ajena, desarrolla un acentuado sentido del ridículo, se ve continuamente sometido a la evaluación ajena, y eso le amilana. Sin embargo, puede haber en la timidez un punto de egocentrismo. «La causa más frecuente de la timidez es una opinión excesiva de nuestra propia importancia», hizo notar Samuel Johnson. Quienes han aprendido a convivir con el ridículo, a reírse de sí mismos, a relativizar la repercusión de sus palabras y sus actos, pocas veces se sienten atenazados por el apuro o la parálisis del tímido. Se comportan más relajadamente porque saben que sus preocupaciones acerca del qué dirán les importan generalmente muy poco a aquellos de cuya opinión está pendiente.

No sólo se puede convivir perfectamente con la timidez, siempre que no alcance dimensiones patológicas: se le puede sacar partido. ¿Qué es el rubor sino una señal física de aviso que nos hace ponernos alerta ante situaciones imprevistas? Si no fuéramos capaces de sentir vergüenza ante otras personas por grandes o pequeños motivos, es probable que desatendiéramos aspectos de las relaciones humanas muy positivos. Andaríamos desaseados, olvidaríamos comportarnos de acuerdo con las reglas de la cortesía, acabaríamos tal vez rechazados por nuestra sociedad.

Echemos un vistazo, pues, a las cualidades del tímido. De entrada, es prudente. Como tiene miedo a equivocarse, no actúa irreflexivamente sino que sopesa sus decisiones. Es observador; al contrario que los extravertidos impetuosos que pasan a la acción sin más preámbulos, el tímido ve y escucha atentamente. Tal vez eso explique el hecho de que muchos grandes creadores (desde Marcel Proust hasta Woody Allen) y científicos (como Albert Einstein) fueran tímidos declarados. El tímido es, por otra parte, una víctima de la presión social que le conmina a ser más decidido, más abierto, menos retraído. Pero al tener que protegerse de ella desarrolla un mayor sentido crítico, una autonomía de pensamiento que le concede mayor libertad en otros sentidos. Se ha comprobado asimismo que en determinados trabajos que requieren concentración y sentido de la precisión los tímidos tienden a dar mejor resultado que los desenvueltos.

Con vergüenza, ni se come ni se almuerza, sentencia el proverbio popular. La timidez paraliza, retiene y anula. Nadie desearía para sí o para los suyos el destino de esos jóvenes 'hikikomori' japoneses que se aíslan del exterior parapetados durante años y años entre las paredes de su habitación. Pero, junto a la timidez pusilánime que incapacita y anula, hay otra timidez creativa, virtuosa y agradecida. La cuestión es saber dominar la primera y acomodarse de buen grado a la segunda.

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