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MARTA MARINERO
Martes, 8 de septiembre 2015, 21:14
Un hombre, con traje, sombrero, y rosa en mano, espera paciente para ver a su amor. Una pareja, por entablar conversación durante el trayecto, acaba enamorada recorriendo una ciudad desconocida. Una familia, desesperada, aprieta con fuerza un billete que les llevará a un nuevo futuro. Argumentos de mil y una películas, y todas ocurren en un tren. Y todas acaban bien, porque en todas hay esperanza. Así, La Esperanza, antigua Estación de Ariza, se llama el andén en el que tiene lugar la Exposición Ferroviaria de Valladolid en su edición número veinticuatro.
En ella se reúnen faros de locomotoras, vías de 1881, gorras de inspectores españoles y rusos, o maquetas de trenes, con estaciones a escala, personitas y árboles.
La gran novedad, la ampliación de contenido. El gran éxito, las maquetas, el tren real y el trenecito infantil. Sí, infantil. Los trenes, incluso los antiguos, han resultado ser un atractivo enorme para el público más pequeño. Tanto, que la media de edad de quienes se reunieron ayer en la exposición no alcanzaba para conducir ni una scooter. Algunos este verano habrán dado el paso y habrán quitado los ruedines de sus bici.
Niños. Por doquier. «¿Que por qué vienen tantos? Pues o porque les gusta a ellos, o porque los padres les ponen como excusa», dice la madre de Rubén y mujer de Óscar Foldán. El primero, un apasionado de los coches sobre vías, de siete años; el segundo, otro amante de los trenes, de algún año más.
Otros tiempos
En el vagón postal ya no viajan misivas de soldados a sus novias. En el coche de segunda clase, atrás quedaron los pasajeros con grandes periódicos y humo Marlboro. En el furgón de mercancías, el trigo ya no llena sus rincones. Las dos locomotoras, una a cada extremo, no recorren mundo.
Mario y su padre, Jesús Pérez, visitan la exposición por quinto año consecutivo. Y el tren, a pesar de estar en activo, por quinto año les espera. Ahora son ellos los grandes viajeros. La locomotora no se mueve más que unos cuantos metros en un recorrido cerrado que llega al final, y vuelve. Pero eso da lo mismo. Es el escenario lo que se gana el interés de los públicos, no el trayecto como tal. «El ver por dentro el tren», que resume Marta Pérez, mamá de dos canijos de tres y seis años. «Cinco... ¡Ah no, seis! Recién cumplidos».
Álex Moro, de tres años, es más de descapotable. De notar el aire acariciarle las mejillas y revolverle el pelo. Él prefiere el trenecito infantil. Con toda la ilusión de quienes son nuevos en el mundo, los niños saludan a sus padres y abuelos al pasar ante ellos. Como en el tren de la bruja. Hasta que el señor conductor, sin gorra para la desgracia de los que gustamos de una ambientación completa, recuerda el «¡todos agarrados!». Y los niños, obedientes ante la figura de autoridad cuando no son sus progenitores, se agarran fuerte.
En el fondo no hay demasiada novedad con respecto a años pasados. Y la historia de las piezas que se exponen no va a cambiar de una edición a la siguiente. Pero cinco mil vallisoletanos acudieron a la edición número veintitrés, y otros tantos miles se esperan para la veinticuatro.
Desde la estación de Ariza no sale el Hogwarts Express de Harry Potter, no paró el ferrocarril de Extraños en un tren, ni se salvan judíos de la lista de Schindler. Es más, a algunos les ha costado encontrar el lugar. «Con tanto edificio nuevo...», decía una abuela.
Lo que gusta, gusta. Sea de ayer, o sea de hace cien años.
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