Surcando la mística llanura
Desde la cuna de Santa Teresa de Jesús hasta la de San Juan de la Cruz, con Amancio Prada
carlos aganzo
Viernes, 5 de febrero 2016, 12:20
Vista desde la Muralla, la Catedral de Ávila, el primer gótico de Castilla, ya no es la mole de piedra que nos empequeñece desde su imponente fachada principal, custodiada por las bestias míticas Gog y Magog. Desde el adarve del lienzo este, la seo abulense parece «una esbelta doncella», que muestra los coloretes de su rostro en la espectacular piedra sangrante de su Cimorro. Ya que vamos con Gabi y con Gonzalo, pero también con San Juan y con Santa Teresa, conviene asomarse, entre almena y almena, al convento de Gracia, donde Teresa de Ahumada entró «muy enemiga de ser monja», pero donde recorrió el primer tramo de su camino de espiritualidad de la mano de su maestra, María Briceño.
De nuevo con los pies en el suelo, nos cruzamos con Francisco Pérez de Pablos, abogado de pro en la ciudad amurallada, y comentamos con él el despropósito del célebre edificio de Moneo que remata la plaza de Santa Teresa, o del Mercado Grande, como la conocen los abulenses. Recordamos que el caso llegó a las mismas puertas de la Unesco, que trató sobre la posibilidad de retirarle a Ávila su condición de Patrimonio de la Humanidad. Pero no llegó a tanto. Debajo de la plaza, de nuevo en nuestro Initiale, comprobamos que también en el diseño del aparcamiento se ve la mano del arquitecto: los coches circulan al revés, como en la pérfida Albión... Cosas de la modernidad.
Entre Ávila y Arévalo hay algo más de media hora de trayecto. «Urbs in agris», como la bautizó el gran George Santayana, la ciudad de los Caballeros no tiene transición alguna con el campo. Los 32 kilómetros de carretera nacional que
separan la ciudad de la autovía (es decir, de la red principal de la comunidad) proporcionan una ocasión excelente para valorar la conducción del vehículo. También de probar la efectividad del masaje lumbar que ofrecen los asientos delanteros: nadie sube y baja las escaleras de la Muralla de Ávila sin un cierto descolocamiento de los huesos.
Suave y «rumoroso» marcha nuestro Espace, mientras contemplamos el milagro que se obra al cruzar Mingorría: los berrocales de la Sierra de Ávila desaparecen abruptamente para dejar paso, sin solución de continuidad, a la gran llanura morañega. «¿Qué din os rumorosos na costa verdecente ao raio trasparente do prácido luar?». Cantamos, acompasados con el motor, el arranque del himno gallego. «Prisciliano, episcopus abulensis, era también gallaecus; no solo por gallego, sino porque toda esta región, desde Galicia hasta el Algarve, era la Gallaecia romana». Verde por las lluvias de enero, el campo de la Moraña vuelve a ser ese remedo de la palma de la mano de Dios que decía Unamuno, cuando se ponía estupendo para hablar de Castilla.
Última dádiva musical
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Para Fontiveros guarda Amancio Prada su última dádiva musical. A visitar a las carmelitas de la villa que vio nacer a San Juan de la Cruz nos acompañan la alcaldesa, Marian García, y el teniente de alcalde, José Gil. El músico se presenta como juglar de la Academia de Fontiveros ante las monjas «del viejo tronco de la orden». Dentro del convento, arden los corazones con la voz de Amancio y la sonrisa de las hermanas. Fuera, lo negro se ha ido haciendo fuerte y llega ya la hora de regresar. En Arévalo, junto a la estatua de don Emilio Romero, los caminos se separan. Amancio regresa a casa con nuestro auriga Gonzalo, y Gabi y yo volvemos a la realidad de nuestros Ipads, nuestros Iphones, nuestras tarjetas de memoria... Cuatro en la carretera, al fin, viendo morir el día sobre el manto de los sueños cereales de Castilla.
En Arévalo recordamos a San Juan y a Isabel I. la reina católica. También al mocito Ignacio de Loyola, que venía de cacería de ciervos y de damiselas por estos lares en la víspera de pensar en ser santo. Y los pinares tremendos que hubo aquí antes de que la Moraña, al hilo de toda esta tierra de campos, se convirtiera en el granero de España. Eso sí, decir Arévalo es decir tostón, y cuando entramos en la ciudad de las torres gemelas parece que todo invita ya a la buena mesa.
Queda, empero, el tramo más emocionante del viaje. La entrada en el corazón neto de la Moraña. No bastan las largas rectas por las que circula tan contento nuestro Initiale. Hay que meterse en el campo, en los caminos de tierra, hoy de barro puro. «Este coche tiene las tres condiciones del lujo: espacio, luz y silencio». Sobre nuestras cabezas, el techo solar nos deja ver, «en cinemascope y technicolor», el espectáculo impresionante del cielo de Castilla. Tierra de moros. Tierra de campos. Tierra de barros. La cúpula celeste sobre la inmensidad de la llanura.
En Langa nos saluda el mudejarillo Jiménez Lozano, maestro en tantas cosas, y recordamos también a su querido paisano, el poeta Jacinto Herrero, y su sonoro endecasílabo fluvial: «Adaja va, lentísima corriente». Desde el cruce del Adaja y el Arevalillo hemos llegado navegando hasta uno de los territorios de excepción del mudéjar. Apenas un desvío, antes de entrar en Fontiveros, para ver la Cruz del Reto: el único punto negro en el brillante expediente de Alfonso I el Batallador: la hervencia de las cabezas de los primogénitos de las familias principales de Ávila, el signo de su furibunda venganza por no haber conseguido secuestrar al Rey Niño, protegido por los obispos. El medievo, que nunca pasa.
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