Borrar
Ilustración de Cintia Martín Esteban.

Valladolid te quiero. Capítulo 1

Una tierra para comérsela

El producto tradicional que más se identifica con la cocina pucelana, tanto en la capital como en la provincia, es ese sabroso y tierno lechazo asado en horno de leña

Nieves Caballero

Martes, 2 de diciembre 2025, 07:07

Comenta

Hay muchos motivos por los que sentirnos orgullosos de ser de Valladolid. También por su gastronomía. Dicen que el territorio en el que se vive marca. En Valladolid, somos recios y, a veces, demasiadas veces, secos. Entre esa niebla que oculta la ciudad y difumina sus perfiles, y ese frío que se agarra en invierno a nuestros cuerpos, como para no ser duros. A pesar de ello, los vallisoletanos somos amables y hospitalarios. Como he venido a estas líneas para transitar por la gastronomía de Valladolid, le diré que, en este campo, también el territorio marca, claro que marca, y mucho. La geografía nos influye en la creación de una identidad cultural y, por lo tanto, también gastronómica. Tenemos una cocina de paisaje. Póngase la cultura gastronómica por montera.

Los alimentos con los que nos regalan los productores a medida que avanzan las estaciones nos llevan a elegir diferentes recetas, platos y propuestas. Valga como ejemplo que, en primavera, se despiertan los sentidos y nos disponemos a disfrutar de los primeros espárragos blancos. En verano, nadie quiere unas sopas de ajo, pero sí una ensalada de endivias. En invierno, estamos deseando oler esa mezcla de carnes de cerdo y de vaca del cocido que hierve en el fuego desde primera hora de la mañana.

La gastronomía es un elemento de diferenciación. El producto tradicional que más se identifica con la cocina pucelana, tanto en la capital como en la provincia, es ese sabroso y tierno lechazo asado en horno de leña, que se puede degustar en gran parte de los restaurantes, pero también en las celebraciones familiares y de amigos (como es lógico, en las casas, se prepara en hornos más modernos). El lechazo no es el único elemento de nuestra culinaria. Otra de las identidades de la gastronomía vallisoletana nos viene dada de la mano de la cultura vitivinícola, que conforma un binomio inseparable junto a la cocina. La industria vitivinícola favorece el progreso económico y social en el mundo rural, permite potenciar la sostenibilidad, los conocimientos, las costumbres, el patrimonio y el desarrollo científico y técnico, y ayuda a poner en valor la cultura tangible (depósitos, envases, etiquetas, botellas, etcétera) y la intangible (prácticas agrícolas, terruño, experiencias, etcétera). Unas tradiciones que hemos heredado de la cultura mediterránea, con dios propio, Baco en Roma y Dionisio en Grecia, aunque con el tiempo hemos generado una identidad vitivinícola local y propia, diferente a la de otras regiones españolas y extranjeras.

Volvamos al rescate de ese lechazo mencionado porque no es el asado la única manera de comerlo en Valladolid. El cordero lechal también está delicioso guisado, frito (¿quién no adora las chuletillas?), incluso, más recientemente, confitado. Municipios como Traspinedo nos atrapan también con el lechazo cortado en pequeños trozos para ser insertados en pinchos antes de darlos la vuelta sobre las brasas alimentadas con los sarmientos de la viña y la leña de encina. Esos pinchos son gloria bendita. Eso sin hablar de asaduras o asadurillas, sesos, riñones, mollejas y todas esas piezas del lechazo que hacen las delicias de los amantes de la casquería. El lechazo es símbolo de nuestra gastronomía y las recetas tradicionales se transmiten de generación en generación. El cordero lechal es cultura de celebración alrededor de la mesa. Además, contribuye al mantenimiento del pastoreo, un duro oficio, que genera empleo muy vinculado al medio rural.

Queda claro que el lechazo puede ser el lugar común, pero, a partir de ahí, la realidad culinaria pucelana se diversifica. El abanico es amplio. Pan de Valladolid, morcillas de Cigales, salchichas de Zaratán, pichones de Tierra de Campo, carnes rojas y embutidos, conejos a la brasa y al ajillo, se suman a productos y recetas casi en peligro de extinción, como el gallo turresilano o el pollo en pepitoria.

El olor a resina y a humedad envuelve la Tierra de Pinares donde descubrimos a un chef que ha sabido poner en valor su entorno. Lo que empezó en Matapozuelos como un clásico mesón de lechazo asado con el maestro asador Teodoro de la Cruz, nos ha traído la vanguardia de la mano de su hijo Miguel Ángel de la Cruz, hasta lograr una estrella en la Guía Michelin y una estrella Verde, y dos soles en la Guía Repsol. La Botica de Matapozuelos nos propone una cocina con productos del territorio, del bosque de pino y de la huerta: piñas verdes ralladas y piñones (tiernos y maduros), setas y hongos, calabacines y tomates, truchas y venado, vegetales y hierbas silvestres. Su hermano, el sumiller Alberto de la Cruz, es quien se ocupa de armonizar los platos de La Botica con los mejores vinos, entre ellos los de la Denominación de Origen Rueda, la primera en constituirse en Valladolid y en Castilla y León. Una zona heredera de esos vinos blancos dorados de las Tierras de Medina que tanto gustaban en la época de la reina Isabel La Católica. Y entonces se cuelan esos olores y sabores a hierba fresca y a hinojo, y a manzana verde, que se suman al amargor de la variedad verdejo, una casta que se ha adaptado durante siglos a un paisaje de suelos pobres y clima extremo, con inviernos fríos y veranos cálidos, en los que el contraste térmico entre el día y la noche favorece que las uvas maduren tanto en suelos arenosos como en terrenos de cascajo.

No muy lejos la verdejo convive con otra casta autóctona, esta vez tinta y que es la reina de la DO Toro, en la que el Duero marca su impronta para ofrecer vinos recios y contundentes, tal como son los pucelanos. Pero antes de abandonar la Tierra de Pinares disfrutemos de esos frutos secos tan preciados como son los piñones, que lo mismo los mezclamos con una morcilla en la sartén que se utilizan para preparar dulces, como los famosos empiñonados.

Con la tinta de toro los bodegueros elaboraban tintos de mucho cuerpo, color intenso y gran presencia tánica. Vinos que acompañan a la perfección esos platos de caza que llenan de matices muchas de las cocinas de los restaurantes. Tintos, sin duda, hoy domesticados, que contrastan con la frescura y la acidez de los de la DO Cigales, elaborados con las cepas centenarias plantadas en suelos franco-arcillosos con abundante cantos rodados de la campiña del Pisuerga, afluente de aquel gran río mencionado. Una comarca vitivinícola afamada por sus aromáticos, afrutados y refrescantes claretes y rosados, aunque año tras año demuestra que sus viñas viejas son material genético suficiente para envejecer grandes tintos con la variedad tempranillo, entre otras. Tintos finos, amables y sedosos en boca. En este caso, los aromas a fruta roja madura, frutos silvestres, vainilla, tabaco, chocolate se conjugan con los toques herbáceos y florales.

La tradición y la vanguardia se abrazan también en los restaurante con estrellas Michelin y soles Repsol en la capital

Mucha ha sido la fama adquirida en los 12 municipios de esta zona (incluido el palentino de Dueñas) de una gastronomía en la que destacan las chuletillas de lechazo preparabas sobre los palos de la vid en las bodegas subterráneas que plagan los cerros de los Montes Torozos. De un lado, las bodegas familiares en las que es imprescindible el almuerzo con los amigos, mientras el olor a encina y a sarmiento se escapa de las zarceras para envolver el ambiente y confundirse con la niebla y el humo de la leña quemada en las glorias. De otro, las cuevas-restaurantes en los que el típico menú de morcilla, chorizo, tortilla de patatas y chuletillas se deja regar por esos claretes tradicionales, ricos por su gama de colores y aromas.

Claretes que ya apreciaba José Bonaparte, hermano del emperador francés Napoléon Bonaparte y que fue rey de España entre 1808 y 1813. Conocido de forma burlesca en nuestro país como Pepe Botella, durante la Guerra de la Independencia, las tropas napoleónicas se asentaron en Cigales en 1813, ocuparon casas y, debido a sus grandes dimensiones, utilizaron como cocina y comedor, la iglesia de Santiago Apóstol, hoy conocida como la Catedral del Vino. También Dueñas sirvió como lugar de alojamiento de José Bonaparte.

Volvemos a la capital, donde la fragancia del lechazo asado se mezcla con pinchos y tapas de fama nacional y mundial. De hecho, el producto estrella de la culinaria pucela es el ingrediente principal de la que se convirtió en Mejor Tapa de España en 2023 y fue elegida por el jurado como Mejor del Mundo en 2024. El 'Pucela roll' del restaurante Trasto atrapa con sus aromas de lechazo asado con el toque oriental del curry japonés.

Estrellas Michelin

La tradición y la vanguardia se abrazan también en los restaurante con estrellas Michelin y soles Repsol en la capital. El chef Víctor Martín de Trigo apuesta por una cocina creativa basada en el máximo respeto por el producto de proximidad y de temporada, armonizada por una gran carta de vinos elegida por su media naranja, la jefa de sala y sumiller Noemí Martínez. Por su parte, Alquimia-Laboratorio de Alvar Hinojal se decanta por la llamada cocina molecular para llenar el cuerpo de 'Noradrenalina', 'Serotonina' y 'Dopamina'. Restaurantes como el Suite 22 de Emilio Martín, el Villa Paramesa de la familia Castrodeza, el 5 Gustos de Palmira Soler, el MQ Martín Quiroga de los hermanos Ana, Nicolás y Marcos, el Dámaso de Dámaso Vegada, La Cocina de Manuel de Manuel Soler y Esther Ovejero o el Gastrolava de Eliecer Pérez son una pequeña muestra de esa alta cocina con la que nos regalan los hosteleros en Valladolid, junto a las propuestas más tradicionales. Una de cal y otra de arena. Lamentablemente, el corazón de la capital no es ajeno a una globalización que implica la perdida de diversidad y de identidad culinaria, a causa de la 'invasión' de las cadenas de comida rápida.

En cualquier caso, la gastronomía de nuestra Pucela es de primera línea. Hubo una escuela en Valladolid que no puedo dejar de mencionar porque de ella salieron grandes cocineros que pusieron los cimientos para la posterior revolución culinaria que protagonizaron después los más jóvenes. Me refiero al Mesón La Fragua, que, en 1977, recibió la primera estrella Michelin de Valladolid. El artífice de tal prodigio fue el mesonero de origen sayagués José Ántonio Garrote, quien conservó esa estrella hasta 1994, y mantuvo abierta La Fragua hasta 2001. Se dice pronto, pero fue una de las primeras 28 estrellas que la Guía Michelin otorgaba a restaurantes españoles, junto a Arzak en San Sebastián o Zalacaín en Madrid. En sus fogones se curtieron grandes cocineros y chef, como Jesús Ramiro, Sixto, Ángel Cuadrado, Germán y un largo etcétera. De hecho, Jesús Ramiro fue su alumno aventajado y, en 2007, treinta años después, lograba la siguiente estrella Michelin para Valladolid en Ramiro's, situado entonces en la planta décima del Museo de la Ciencia. Jesús había regresado pocos años antes de Puerto Rico, donde, primero con su hermano Óscar y luego con su hijo Jesús Ramiro Flores (fallecido en 2024), se convirtió en el principal embajador de la cocina y los vinos vallisoletanos. De hecho, Garrote fue quien rescató los piñones como condimento en la cocina, con un plato que hizo historia en los concursos de cocina por aquellos años como fue el rape empiñonado. También hizo escuela con sus hijos Óscar y César, que han seguido sus pasos en la restauración.

La geografía nos influye en la creación de una identidad cultural y también gastronómica. Tenemos una cocina de paisaje

Con el tiempo hemos generado una identidad vitivinícola local y propia, diferente a la de otras regiones españolas y extranjeras

Si enfilamos el valle del Duero desde la capital en dirección a Peñafiel, el paisaje comienza a plagarse de viñas rodeadas de pinares, monte bajo y encinas. Y tenemos que detenernos en tres santuarios gastronómicos, tres restaurantes con estrella en la Guía Michelin y estrella Verde por su apuesta por la sostenibilidad, y dos soles Repsol. Todos ellos están vinculados a bodegas que elaboran grandes vinos, cuentan con su propia huerta y están muy vinculados a los productos de la provincia.

En primer lugar, nos encontramos con el restaurante Refectorio, que se ubica en el antiguo monasterio de Abadía de Santa María de Retuerta (1146), en el término municipal de Sardón de Duero, que fue rehabilitado para abrir un lujoso hotel de cinco estrellas. En un derroche de vanguardia y creatividad, el chef Marc Segarra cocina los productos de temporada de la huerta propia y de los productores locales del entorno. Los grandes vinos de la bodega sirven de inspiración en los tres menús que reflejan el paisaje con exquisitos platos entre los que no falta el lechazo.

Taller Arzuaga forma parte de un complejo de ocio y descanso con bodega y hotel-spa, pocos kilómetros aguas arriba, en Quintanilla de Onésimo. Con una cocina castellana de vanguardia basada en los productos de la tierra y en especial de la caza de la finca familiar La Planta, la diseñadora Amaya Arzuaga dejó la pasarela de la moda por la de la alta cocina. Cada detalle en la decoración, el menaje, los platos y los vinos están pensados por esta diseñadora de origen burgalés que trabaja mano a mano con su hermano, el bodeguero Nacho Arzuaga y su padre, Florentino. Los platos están firmados por la cocinera Sara Ferreras, pero llevan el sello de Amaya. En su permanente deseo de superación y mejora, su objetivo es conseguir la segunda estrella Michelin para su Taller Arzuaga.

Tradición e innovación

Ya en Peñafiel, el restaurante Ambivium representa mejor que ningún otro el punto de encuentro entre la cocina y el vino, lo sólido y lo líquido, pero también entre la tradición y la innovación a manos del chef Cristóbal Muñoz y su equipo. Situado en la Bodega Pago de Carraovejas y rodeado por extensos viñedos en el valle Botijas, este restaurante forma parte del singular proyecto Alma Carraovejas soñado por Pedro Ruiz Aragoneses. La bodega del restaurante, con capacidad para 7.500 botellas, esconde referencias vínicas únicas del mundo y forma parte la experiencia gastronómica de Ambivium.

El firmamento vallisoletano cuenta además con otros grandes restaurantes, como Arrope Restaurante, situado en una bodega subterránea del siglo XV que fue restaurada por la familia Yllera para diseñar la propuesta enoturística de El Hilo de Ariadna, en Rueda. Aunque este restaurante recomendado por la Guía Michelín arrancó bajo la dirección de Martín Berasategui, hoy en día funciona de manera independiente y con platos propios.

Volvemos al valle del río Duero. Ribera del Duero ha apostado por la uva tempranillo, aunque no sea la única. Las bodegas huelen a frutos rojos del bosque por sus tintos jóvenes, pero también a especiados y torrefactos con toques de regaliz, cuero o la hoja de tabaco tras la crianza. Nombres como la emblemática bodega Vega Sicilia llevan el nombre de Valladolid y Valbuena de Duero por todo el mundo. Detrás de esos vinos hay grandes viticultores y bodegueros. Hombres y mujeres que han sido capaces de revolucionar el sector vitivinícola sin abandonar su compromiso con la tierra y los valores más cercanos a la tradición.

No podemos olvidar que hay bodegas en la provincia que cuentan con viñedos y elaboran dentro de la DO León. Rueda, Ribera del Duero, Cigales, Toro y León. Son cinco las denominaciones de origen protegidas que enriquecen el patrimonio vegetal y enológico vallisoletano. Pero también cuenta la provincia con las tres DOP Vino de Pago Heredad de Urueña, Dehesa Peñalba y Abadía Retuerta. Los vinos de Valladolid nos emocionan. Blancos jóvenes, de guarda y dorados, tintos sin envejecer y con barrica, rosados y claretes, dulces y espumosos. Alrededor de estas zonas vitivinícolas han surgido en los últimos tiempos las llamadas rutas del vino que conducen al viajero por valles y comarcas en las que la mejor cocina se armoniza con los mejores vinos vallisoletanos.

En cada zona, territorio o comarca de la provincia, el paisaje se llena de alimentos que nos envuelven con sus aromas y sabores, una vez que son transformados en las cocinas. Incluso, ya antes, en las cestas de la compra, nos dejamos atrapar por las fragancias de las hortalizas y verduras recién cortadas que se cultivan en los terrenos más fértiles, como los aromáticos espárragos de Tudela de Duero en los que se entremezcla el amargor y el dulce, pero también los tiernos guisantes y alcachofas; las crujientes endivias de Peñafiel, los sabrosos ajos de Portillo, los puerros de Íscar, la lechuga de Valladolid y los tomates de Piñel de Abajo.

Suelos de buen drenaje

Los suelos de buen drenaje se oxigenan con el cultivo de legumbres, como la lenteja pardina de Tierra de Campos, y se siembran cereales como el trigo blanco para molturar la harina con la que se amasa el Pan de Valladolid. Qué delicia ese olor que desprende el pan candeal cuando se hornea. Valladolid es, asimismo, tierra de quesos, como los que se producen en Serrada, Rueda, Ramiro, Medina del Campo, Villalón, Cabezón, Valoria la Buena, Villalba de Los Alcores o Sardón.

Bollos de azúcar, aceite y de verdejo, magdalenas, rosquillas de palo y de anís, amargillos, palmeras, hojaldres y feos, que por ser feos no son menos dulces, conforman una variada repostería en la que destacan hasta los polvorones que ha conseguido fama nacional. Al igual que a nadie le amarga un dulce, tampoco lo hacen las sanas y artesanales mieles de Montes Torozos y Tiedra. Los cultivadores vallisoletanos, siempre atentos a los mercados también han sido capaces de adaptarse a los tiempos con nuevas plantaciones de árboles, como nogales, almendros y pistachos. Todos ellos ricos alimentos para engullir al natural, tostados o en postres y dulces. Aceite de oliva virgen extra de Medina del Campo, Rioseco o el Valle del Duero. También cervezas artesanas, hidromiel y alojas. Pocos productos faltan en Pucela.

La gastronomía late en el corazón de Valladolid. Déjese seducir por este sensual mundo de olores, sabores y texturas. Salud.

Valladolid te quiero

El artículo que acabas de leer forma parte del serial 'Valladolid te quiero' (aquí puedes ver todos sus contenidos ) que El Norte de Castilla publicará los martes, jueves y domingos del mes de diciembre tanto en su edición digital como en su página web.

En este proyecto Nieves Caballero, Jaime Rojas, José F. Peláez, José Anselmo Moreno, Juan Carlos de Margarida, Angélica Tanarro, Eloy de la Pisa, Teresa Sanz Nieto, Alfonso Niño, Enrique Berzal, Javier Burrieza y Susana Ahijado comparten espacio con doce ilustradores.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Publicidad

Publicidad

Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios

elnortedecastilla Una tierra para comérsela

Una tierra para comérsela