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Decía que era capaz de pronunciar «cien palabras por minuto, o sea, sesenta mil a la hora y cuatrocientas ochenta mil por jornada». También, que convencía al personal ofreciendo duros a cuatro pesetas y colocaba cualquier tipo de producto gracias a su elocuencia y verborrea. León Salvador Pascual, apodado «el Manchao» por una carnosidad amoratada que tenía junto a la patilla, nació en 1874 en La Pedraja de Portillo y ha pasado a la historia por ser el mejor charlatán de todos los tiempos. «A sus dotes como orador unía unas condiciones envidiables de entre las que sobresalía una dicción clarísima y una voz que, sin micrófonos, llegaba a todos los rincones en un kilómetro a la redonda. Si León Salvador se lo proponía, cada uno de sus oyentes, embobado, terminaba comprándole una brocha de afeitar, dos cajas de cuchillas, una estilográfica y un reloj de pulsera que no es de oro pero lo parece», escribió sobre él Jerónimo Gallego.
Lo cierto es que su vida semejó una película de aventuras. Él mismo decía que no aprendió a hablar hasta los tres años, pero que luego se resarció con creces. Nacido en una familia acomodada y más que numerosa -eran nueve hermanos-, fue vendedor de periódicos y hasta los 15 años estuvo en el Seminario. Pero enseguida se fue a recorrer mundo. Trabajó como limpiabotas en un restaurante de Barcelona hasta que, con 18 años, se escapó con el hijo de un fiscal de la Audiencia que quería ser torero. Le acompañó en varias capeas hasta que, descubierto en Soria, lo devolvieron con su familia. Después de trabajar de camarero en Marsella regresó a Valladolid y se dedicó al teatro cómico como meritorio.
Incorporado a filas en 1892, lo enviaron a Cuba en el Regimiento «Almansa» y a su regreso contrajo matrimonio con Remigia Ruiz. Estuvo una temporada como ayudante del famoso hipnotizador Enrique Onofroff hasta que descubrió su verdadera vocación junto a Perico Gómez, un charlatán que actuaba en el barcelonés Paseo de Colón. Sus primeros pasos en el oficio los dio como representante de la fábrica inglesa de relojes «Mister Use», pero se hizo famoso tras un viaje a Suiza en el que contrató toda la producción de relojes baratos de una conocida empresa. El encargado se quedó extrañado cuando, al preguntarle dónde le enviaba la mercancía, Salvador le confesó que no tenía almacén ni oficina, pero que era tan conocido en España, que solo debía poner: «Donde se halle». El envío le llegó sin problema a los cinco días.
Su fama creció como la espuma. Durante seis meses recorría media España camelando en plena calle a cientos de personas que acudían a ver su espectáculo. Encaramado sobre un tenderete improvisado con un par de caballetes, dos sillas de tijera y un montón de maletas, hacía las delicias de los espectadores con discursos como el pronunciado un día en Valencia: «Este magnífico reloj despertador, que en París de la Francia se vende a más de 100 francos la pieza, León Salvador no se lo ofrece al público valenciano por 200 pesetas, sino por cien. ¡Qué digo cien! ¡Muuuucho menos! León Salvador, el demonio de las rebajas, el loco de las oportunidades, se lo va a dejar a los vecinos y viajeros de esta entrañable ciudad, en solamente diez miserables duros, cincuenta ridículas pesetas... una nadería, poco más que lo que cuestan dos bocadillos».
León Salvador lo vendía casi todo y a precios inverosímiles. Relojes, por supuesto, sobre todo los famosos «Roskopf patent», pero también paraguas, gafas con montura de metal, cadenas de reloj y leontinas, pipas y boquillas, lápices, pitilleras, medallas, cuchillas de afeitar, plumas estilográficas, etc. No había pueblo de España que no lo conociera, pues mucha gente, aun sin ánimo de compra, se acercaba a su puesto solo para escucharle. «Soy el mejor actor del mundo, trabajo a teatro lleno», solía decir. Ganaba una barbaridad. Según él, más de ocho millones de pesetas en seis meses de trabajo, 5.000 pesetas diarias los festivos y en alguno, más de 150.000. Pero se lo gastaba todo. Solía hospedarse en hoteles de lujo, viajaba siempre en primera, bebía champán caro en todas las comidas... Y era el mejor engatusando. Una vez, un cliente se le fue a quejar de que no funcionaba el reloj que le había comprado, a lo que contestó: «hace mucho que me casé con mi mujer y no he podido cambiarla».
El mismo Francisco Umbral recordaba: «Yo, niño de la postguerra, me escapaba a la Plaza Mayor en las mañanas de los años cuarenta, para que León Salvador me aupase a su tenderete. Mi mano fue a veces la mano inocente que engañaba a los paletos y les daba duros a cuatro pesetas. En la maleta de León Salvador, revuelta de corbatas y hojas de afeitar marca 'El Piel-Roja', perdió mi mano la inocencia para siempre. ¿Soy o no soy vallisoletano?». Genio y figura hasta el final, murió de un infarto en plena feria, concretamente en el puesto que tenía en las Calzadas de Mallona, en Bilbao, el 19 de agosto de 1949. Mucho tiempo después, en marzo de 1992, los charlatanes de Valladolid le homenajearon en plena calle: «Era el mejor de nosotros», reconocían.
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Martin Ruiz Egaña y Javier Bienzobas (gráficos)
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