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La Acera de Recoletos y el Campo Grande, lugares de paseo y expansión de la burguesía vallisoletana del XIX. MINISTERIO DE CULTURA

El ostentoso encanto de la burguesía

La nueva clase emergente que construyó el Círculo de Recreo hace 175 años también moldeó la ciudad con sus gustos e intereses, transformó el centro y mejoró los paseos

Martes, 3 de diciembre 2019, 07:17

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Fíjense en estos nombres: Antonio Arriete, José del Olmo, José Francés de Alaiza, Ramón A. Vilardell, Calixto Fernández de la Torre y Esteban Guerra. Eran solo seis de los 72 socios que aquel 31 de octubre de 1844, hace ahora 175 años, lideraron la apertura del Círculo de Recreo, hoy ubicado en la calle Duque de la Victoria pero en ese momento, mediados del XIX, en la de Teresa Gil. Los seis formaban la primera junta directiva de aquella entidad que se disponía a satisfacer las demandas de sociabilidad, ocio y entretenimiento de la clase social que transformó el Valladolid de mediados de la centuria decimonónica.

Pertenecían, como ha escrito Pedro Carasa, a esa elite burguesa que moldeó el centro capitalino conforme sus gustos e intereses, muchos de ellos eran propietarios emprendedores que transformaron aquella ciudad levítica en un próspero centro de negocios y transportes, que inauguraron nuevas formas de ocio y de vestir como señales de prestigio y de identidad, que modernizaron su entorno difundiendo nuevos valores liberales basados en la seguridad, el ahorro y la previsión, pero también en la especulación como fórmula de enriquecimiento.

El ostentoso encanto de aquella burguesía que creó el Círculo de Recreo estuvo detrás de la proliferación de instituciones varias que visibilizaban su brillantez y satisfacían su selecta sociabilidad, como liceos, academias, cafés y casinos, pero también de actuaciones urbanas capaces de transformar la vieja fisonomía de capital levítica. Merced al proceso desamortizador, los grandes centros monásticos dejaron paso a nuevos y grandes espacios donde instalar la estación del ferrocarril, instituciones educativas o nuevas propiedades inmobiliarias de la clase social emergente, aunque quizá el símbolo más importante sea el derribo el antiguo convento de San Francisco con lo que ello conllevó: la apertura de nuevas calles, como las actuales de Menéndez Pelayo y Constitución, un grandioso edificio propiedad de Pedro de Ochotorena, dueño del solar, y el permiso de este para edificar el Círculo de Recreo. No es casualidad, de hecho, que aquella zona donde estaba el convento de San Francisco acabara convirtiéndose en un barrio residencial privilegiado de la burguesía y las clases medias superiores.

Dueñas de los principales centros de poder, al frente del Ayuntamiento se esmeraron, a base de ordenanzas y bandos, en el cuidado y limpieza de unas calles que solían acumular polvo y basuras y que en algunas zonas estaban expuestas a los problemas que causaban los dos ramales del Esgueva, sin olvidar el constante vertido de aguas sucias, la existencia de pozos negros y muladares y también el hecho de que los vertederos estuvieran dentro del casco urbano.

Obsesionadas con el orden y la seguridad, las emergentes clases burguesas acogieron con sumo agrado la inauguración, en 1854, del nuevo alumbrado de faroles a base de gas, instalado primeramente en la Plaza Mayor, el Ayuntamiento, Portugalete, calle Constitución, Paseo de Recoletos, zona del teatro y afueras del Puente Mayor. De hecho, a la vigilancia constante de los faroles se dedicaban en gran medida los celadores de Policía Urbana, como acredita el reglamento publicado en 1848.

Imagen principal - El ostentoso encanto de la burguesía
Imagen secundaria 1 - El ostentoso encanto de la burguesía
Imagen secundaria 2 - El ostentoso encanto de la burguesía
Arriba, el Círculo de Recreo; abajo, el teatro Calderón y paseo del Campo Grande con arco. ARCHIVO MUNICIPAL

Junto a la creación de nuevas sociedades como el Círculo de Recreo, destinadas a la socialización de las elites en los valores burgueses, pero también al establecimiento de todo tipo de relaciones, también las familiares, hubo dos aficiones imprescindibles entre esa nueva clase emergente: el teatro y el paseo. Asistir al teatro era un auténtico rito, se practicaba en él la sociabilidad burguesa, el aparentar, el mostrar la importancia social a través del espacio que se ocupaba. En aquel Valladolid de apenas 20.000 habitantes, había una sentida necesidad de contar con otro teatro que no fuera el viejo y destartalado de la Comedia. De ahí la construcción, en 1861, del Lope de Vega y, tres años después, del Teatro Calderón.

Paseos

Embellecer y adecentar zonas agradables para el recreo del vecindario era igualmente irrenunciable. Y es que en aquel momento la naturaleza empieza a ser percibida, dentro del imaginario burgués, como un elemento imprescindible del ámbito urbano que hace más agradable, sana y cómoda la vida, frente a concepciones de siglos pasados que consideraban que el aire fresco era pernicioso y constituía una fuente de enfermedades. Todo lo dicho redundó en beneficio de aquella tradición tan asentada entre la burguesía vallisoletana: el paseo.

La zona preferida seguía siendo el Espolón, tanto el viejo (la orilla del Pisuerga situada detrás de la Academia de Caballería) como el nuevo (más inmediato al Puente Mayor), adornado con bancos de piedra, estatuas y rejería, y caracterizado por sus calles de árboles, olmos en su mayor parte, acacias y ailantos. «Los coches paseaban por la carretera, limitada a cada lado por una fila de bancos con respaldo de hierro. Más allá, comenzaba la explanada de las Moreras», dejó escrito Narciso Alonso Cortés.

En las noches de verano comenzaron a cobrar fama, desde 1854, los paseos por el Prado de la Magdalena, muy mejorado después del traslado a esa zona del Vivero del Ayuntamiento. Según Alonso Cortés, también el Campo Grande se había embellecido para la ocasión mediante el trazado de tres paseos paralelos y la colocación, en los años 30, de tres estatuas regaladas por el Rey: «A la entrada, en la parte más próxima a la calle de Santiago, la estatua de Mercurio; en el centro, la de Venus; a la terminación, frente al convento de Capuchinos, la de Neptuno».

Y en las noches de invierno era frecuente pasear por la Acera de Recoletos, que entonces contaba con tres líneas de árboles en cuyo centro formaban un gran salón con bancos de piedra, faroles de gas a ambos lados sobre esbeltas columnas de hierro pintadas de verde, y jardincillos que lo separaban del Campo Grande, con una fuente en el centro y una estatua de la diosa Fortuna.

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