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Carlos Rodríguez Díaz, periodista y escritor, aseguraba en los años 30 que en Valladolid «la despedida del año es alegre y melancólica a la vez, como es alegre la esperanza y melancólico el desengaño; por eso en esta tierra de temperamentos muy ecuánimes es fiesta poco bulliciosa: apenas si hay una ráfaga de bullicioso jolgorio en el momento de dar las doce campanadas de la media noche en el reloj consistorial». Lo cierto es que tenía parte de razón, pero no toda. Si buceamos en la despedida de 1924, por ejemplo, nos topamos con bullicio en las calles, música improvisada por grupos de jóvenes, y una multitud aguardando las doce campanadas en la Plaza Mayor.
Como ocurría en todas las Navidades, desde mediados de diciembre el paisaje vallisoletano se llenaba de puestos de golosinas y juguetes «como si se amparasen de este modo en la tradición secular», aseguraba Rodríguez Díaz; «mazapanes y turrones de legendario abolengo se amparan al socaire de los antiguos soportales con columnas que sostienen la tradición más que la vivienda. En los mismos porches se cobijan los puestos de juguetes; las ilusiones infantiles de estos días, también tradicionales, gustan igualmente del amparo de los viejos soportales».
La Nochevieja de hace cien años se parecía poco a la actual, aunque tenía también su toque gamberro, sobre todo bajo el reloj de la Casa Consistorial. Allí llegaron, a partir de las once de la noche y desde las calles céntricas, cientos de vallisoletanos armando ruido con «improvisadas bandas musicales a base de tapaderas, almireces y silbatos». A su lado, numerosas mujeres golpeaban las panderetas. Ya se había asentado la tradición de comer «las doce uvas de la suerte», como se llamaban entonces, una por cada campanada, costumbre que la mayoría realizaba en la Plaza Mayor, pero muchos otros en cafés y teatros.
Aquel 31 de diciembre de 1924, una lluvia fina acompañó a los miles vallisoletanos que fueron, poco a poco, abarrotando la Plaza Mayor. La nota festiva, y un tanto sorprendente, la pusieron unos comerciantes de la ciudad, que aparecieron con unas andas que portaban un reloj monumental, iluminado internamente. Además de su tamaño, llamaba la atención el esmero con que había sido confeccionado, pues en la cara anterior, la esfera tenía un ramo de uvas a modo de manecillas que señalaban las doce, y en la posterior, una inscripción que decía: «¡Viva el 1925!». Completaban la escultura un botijo muy bien decorado y repleto de vino blanco, dos faroles y otros muchos adornos. Sus portadores fueron, sin duda, los protagonistas de aquella noche.
El Ayuntamiento iluminó la plaza con arcos voltaicos y numerosos anuncios luminosos, aunque el periodista de El Norte de Castilla echó de menos que el reloj no estuviera engalanado. «Al dar la primera campanada de las doce, resonó un gran vocerío, acompañado de vivas y aplausos y comenzó el consumo de las uvas», informaba este periódico. En los teatros se interrumpieron los espectáculos para despedir el año con las doce campanadas, y lo mismo hicieron quienes pasaban la noche en bares y cafés, «donde se habían organizado amenas tertulias». Una vez saludado el nuevo año comenzó el desfile por las calles, presidido, sin duda, por el artilugio de los comerciantes.
Pero el 31 de diciembre era también ocasión para combinar la alegría con la beneficencia. La atención a los más necesitados se centró, como solía ser habitual, en el Asilo de Caridad y en el Hospicio Provincial, lugar este último donde, esa misma noche, los niños obsequiaron «a sus bienhechores» con una «velada lírico-musical» que hizo las delicias de los presentes y convirtió a los «hospicianos en verdaderos actores». Los «presos pobres de Chancillería», por su parte, pudieron disfrutar de «ranchos extraordinarios por mañana y tarde» gracias a la suscripción popular organizada por Eduardo López Pérez, consistentes en «salchichas con alubias (por la mañana) y carne estofada (por la tarde), manzanas, mantecados, higos, vino y cigarros puros, y a las mujeres pasteles, en compensación del tabaco».
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Equipo de Pantallas, Oskar Belategui, Borja Crespo, Rosa Palo, Iker Cortés | Madrid, Boquerini, Carlos G. Fernández, Mikel Labastida y Leticia Aróstegui
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