Despedida a la quiosquera del Campo Grande
Ángeles Gallego Burgueño, quien despachara golosinas durante más de 70 años, junto a la Puerta del Príncipe, falleció el pasado 6 de febrero
Ángeles Gallego Burgueño ha sido un personaje icónico y legendario del paisaje y paisanaje del Campo Grande vallisoletano. Más de 70 años de su ... vida los ha pasado tras la pequeña ventanilla de su quiosco, situado en las inmediaciones de la Puerta del Príncipe, endulzando la infancia de varias generaciones de vallisoletanos. El pasado 6 de febrero falleció tras toda una vida entregada en cuerpo y alma a su pequeño negocio.
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La de esta veterana quiosquera ha sido una vida muy trabajada. Fue una mujer emprendedora, con una excelente visión para los negocios y gran capacidad de trabajo pero, sobre todo, muy fiel a los suyos, a los que siempre quería tener cerca. Nació en Peñafiel, el 27 de febrero de 1922. Era la mayor de tres hermanos de una familia «con posibles».
Fue al colegio de monjas y solía enseñar la lección a otras niñas, porque como contaba a menudo, «las matemáticas las bailaba». Sus padres tenían labranza y ella, desde que tuvo 7 años, ya sabía lo que era ganarse el pan con el sudor de su frente. A los 14 años no se la ponía nada por delante para coger el tren que llegaba hasta Aranda de Duero y vender bocadillos por los vagones a los soldados. Así se sacaba un buen jornal. Angelines tenía un don para las ventas.
Precisamente, en el tren conoció a su marido, Pantaleón Garrido, que entonces era soldado, y en plena Guerra Civil se enamoró de él. Ya casados, en los años 40, y cuando él trabajaba en el Salón Ideal de Valladolid, decidieron adquirir una licencia municipal para vender de forma ambulante pipas, regalices de palo y otras chucherías por el Paseo Central del Campo Grande. Los productos los transportaban en un carro de madera y el almacén lo tenían muy cerca, en la calle Mantilla.
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La pareja era muy querida por los niños y las familias que frecuentaban el pulmón de Valladolid. Y pronto prosperaron. A los cinco años de empezar con el negocio de la venta ambulante, dieron el paso a montar un quiosco fijo en un emplazamiento clave de la ciudad, junto a la Puerta del Príncipe, en la esquina de la Acera de Recoletos. Con sus propias manos, Pantaleón construyó un quiosco verde, de llamativa estructura, que años después fue sustituido por uno de piedra que recordaba un palomar. Justo enfrente, levantó otro para Ángeles, la madre de Angelines, que también estuvo atendiendo hasta muy avanzada edad. Pantaleón la dejó viuda con tan sólo 39 años y cuatro hijos a su cargo, pero ella no se amedrentó. Trabajaba de día y de noche para sacar adelante a sus pequeños. Nunca vendió periódicos. Sin embargo, no pasaba un día sin leer las páginas del decano de la prensa española. Ese era su mejor entretenimiento.
Entre sus amistades destacaba una con la que solía compartir confidencias e inquietudes del negocio, Demetria Rodríguez, más conocida como 'La Chata', otra conocida quiosquera que tenía el puesto de venta de chuches y prensa más antiguo de Valladolid, en el Atrio de Santiago. Cuando éste cerró en 2018, el de Angelines pasó a ser el más veterano de la ciudad del Pisuerga. «Nuestra abuela era una mujer de mucho genio y carácter, que estaba muy orgullosa de sus hijos y de sus siete nietos y cinco biznietos, aunque nunca fue demasiado afectuosa. Sin embargo, la gente la recuerda como una persona muy amable», cuentan sus nietas mayores, Merche y Ana.
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Nunca quiso perder su independencia y vivió sola hasta que llegó la pandemia, cuando sus hijos decidieron que donde mejor iba a estar era en una residencia. En noviembre, el coronavirus le dio un gran susto, a ella y a su familia, sin embargo, lo pasó asintomática. En diciembre no tuvo tanta suerte con una neumonía que le llevó a estar ingresada tres semanas. Luego, su estado se agravó. «Había recibido la primera dosis de la vacuna de la covid. No le ha dado tiempo a que le pusieran la segunda», dicen con pena sus nietas, que llevan con resignación no haberse podido despedir de ella.
La vida de Angelines ha transcurrido entre las cuatro paredes del quiosco. Merche y Ana recuerdan las tardes que pasaban, siendo pequeñas, sentadas en las rodillas de su abuela, vendiendo chucherías. «Nunca se quiso jubilar. Los últimos años, llevaba el negocio junto con nuestro tío Carlos. Mi abuela ha estado al pie del cañón hasta el final. El último día que vino a trabajar al quiosco fue el 12 de marzo de 2020, el día antes de Estado de Alarma. Ésa era su vida y el quiosco era su casa. El quiosco no ha vuelto abrir desde entonces», cuentan sus nietas, que todavía la lloran.
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