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Valladolid enseña las huellas rotas de los tiempos de gloria

El deterioro del depósito de locomotoras y la azucarera Santa Victoria evidencian el escaso interés por el patrimonio industrial

Vidal Arranz

Domingo, 10 de agosto 2014, 12:54

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Nadie puede acceder hoy al depósito de locomotoras de Renfe, probablemente el edificio más valioso, y más deteriorado, del exiguo patrimonio industrial de Valladolid. En los tiempos en los que fue proyectado, en 1863, fue una obra de ingeniería de vanguardia, luego imitada en el mundo. Hoy está gravemente amenazado por la ruina. Sus techos de uralita se caen, o vuelan arrastrados por el viento, las ventanas están rotas y la maleza se extiende por su interior, donde se conservan algunos ejemplares de históricas locomotoras. Existen tantas dudas sobre la más que precaria seguridad del edificio que la sociedad propietaria, Adif, ha decidido prohibir expresamente el acceso a su interior.

Este no estaba llamado a ser el destino de esta instalación, que diseñó el ingeniero francés T. L. Ricour. El progresivo abandono y deterioro, en medio del desinterés y desprecio generales, suele ser un padecimiento habitual de los edificios industriales, que todavía no han logrado que la opinión pública les reconozca un valor similar al de una iglesia o un palacio. Pero este no iba a ser el caso del depósito de locomotoras, ni de otros edificios valiosos de los talleres de Renfe, para los que se había proyectado una nueva vida en el marco de la gran operación ferroviaria de soterramiento de las vías. El lento avance del proyecto (parado en su objetivo central por la crisis económica y el hundimiento del sector inmobiliario, que era esencial para la financiación de su alto presupuesto) ha dejado a esta joya industrial del siglo XIX vallisoletano en una situación de casi total desamparo.

A la vista de la gravedad de la situación, el grupo municipal de IU ha reclamado una decidida actuación de consolidación, para preservar, siquiera sea de forma provisional, lo que queda de la vieja instalación. «Queremos que se actúa en el depósito de locomotoras, consolidando lo que hay para evitar que se degrade aún más y para garantizar que se mantenga en condiciones dignas hasta que sea posible acometer una verdadera obra de rehabilitación», reclama el arquitecto Manuel Saravia.

El portavoz de IU reconoce que la arquitectura industrial «no ha sido valorada nunca porque no son edificios que se construyeran para gustar». Inicialmente su cometido era sobre todo funcional, aunque luego «muchos se preocuparon por tener valor estético». Hay notorias muestras de ello en Valladolid, aunque en algunos casos lo que se conserva son sólo piezas aisladas de un conjunto que ha desaparecido. Es el caso de las fachadas de Enertec, en el paseo Arco de Ladrillo, un edificio que se proyectó en el año 1944 para Fundiciones Gabilondo, empresa estrechamente ligada al impacto económico en Valladolid del tren, a quien suministraba material ferroviario. No es el único caso. Existe constancia de que la desaparecida empresa de cervezas Santander también se preocupó por las características ornamentales de su edificio de la calle Santa Lucía. Un edificio del que actualmente apenas se conserva algún elemento aislado.

Pero no sólo la estética justifica el valor de la arquitectura industrial, aunque frecuentemente sea necesaria su concurrencia para justificar su protección legal. Casi más importante aún es el interés histórico de unos edificios que permanecen como huellas de un pasado económico que, a veces, es de pujanza y esplendor y, en otras ocasiones, muestra la cicatriz de un sueño fallido. Un pasado que gracias a ellos puede ser recordado y evocado.

«De las creaciones humanas tal vez sea la ciudad el ámbito en el que nuestro pasado se presenta con mayor intensidad. El único lugar en el que convivimos con nuestra propia historia», explica Juan Carlos Arnuncio en su Guía de arquitectura de Valladolid. Y añade: «La arquitectura trasciende a su utilidad cotidiana y viene a levantar acta permanente de nuestras grandezas, y también de nuestras miserias. Por ello, detrás de cada edificio cabe adivinar el fragmento de historia que lo hizo viable».

Ello es especialmente cierto en la arquitectura industrial, tan pegada a la evolución económica de las sociedades. La dársena del Canal de Castilla, más allá de su valor arquitectónico, es la huella, junto al canal mismo, de los sueños de expansión de la Valladolid del siglo XIX. Sueños que sólo unas décadas después haría realidad la llegada del ferrocarril, dejando sin sentido el proyecto hidráulico tan largamente concebido y gestado.

El arquitecto Juan Carlos Arnuncio cree que probablemente la historia de Castilla y León hubiera sido distinta si el río Duero hubiera sido navegable. No lo es, pero Valladolid no se conforma. «Valladolid sueña con su expansión y proyecta un río navegable», explica Arnuncio. Es un río «contra natura, pues ha de subir montañas». Pero el objetivo era abrirse al mundo.

Este sueño que arranca del siglo XVI empieza a hacerse realidad justo cuando la expansión del ferrocarril lo priva de sentido. «La presencia del ferrocarril lo convierte de pronto en una empresa inútil, sin que sepamos qué es mayor, si el romanticismo de la iniciativa, o el infortunio de su historia». Y añade Arnuncio: «Tal vez este episodio caracterice lo que podía ser una constante de esta ciudad: su realidad convulsa. Pocas ciudades han apuntado tan alto y a pocas ciudades se les han negado tanto sus anhelos».

La prosperidad en 1911

Unos anhelos que se hicieron en parte realidad gracias al tren. Los talleres de Renfe, con el depósito de locomotoras, o el edificio de aprendices como piezas estelares, evocan el momento en el que el ferrocarril llegó a Valladolid, con todas las transformaciones sociales que ello conllevó. «Los talleres principales de la Compañía del Norte en Valladolid tienen tal importancia que ellos contribuyen, en buena parte, a la prosperidad de la capital de Castilla La Vieja», afirma en 1911 una edición extraordinaria del Financiero Hispanoamericano.

El redactor explica que los talleres de Valladolid han sido los primeros en España donde se ha aplicado la soldadura autógena oxiacetilénica «de tan gran utilidad para los talleres de reparación y de construcción». Pero sobre todo se explaya en las condiciones laborales de los empleados del ferrocarril, muy avanzadas para la época: salarios más elevados que la media, primas en función del número de hijos, derecho a viajar gatis por la red, caja de previsión para supuestos de enfermedad o fallecimiento, caja de retiros que garantiza una pensión al final de la vida laboral, biblioteca para los hijos de los empleados, o un economato que permite adquirir productos a precios ventajosos.

Con todo, lo más importante es que, gracias al Canal primero y al tren después, «Valladolid jugó un papel central en la articulación del mercado nacional de productos agrarios e industriales y se convirtió en la plaza financiera y mercantil más importante de la meseta superior, cuyo dinamismo fue capaz de atraer una constante inmigración», según el historiador Pedro Carasa.

«El producto más transportado por los trenes de Valladolid era el trigo, lo que creó la atractiva utopía del Reino de Ceres de la burguesía harinera, que pretendía convertir a Valladolid en granero de Europa al arrancar la segunda mitad del siglo XIX».

Ello está estrechamente ligado con la otra tipología industrial frecuente en la ciudad de Valladolid, la de las fábricas de harinas. Y es que la burguesía vallisoletana fue inicialmente harinera, aunque posteriormente se fue desplegando hacia otros sectores como la electricidad, la metalurgia o el ferrocarril. Como muestra un botón. La Asociación de fabricantes de harinas de Castilla, con sede en Valladolid, agrupaba en 1919 a 44 socios cuyas empresas daban trabajo a 9.660 obreros. Testimonios de ese momento de esplendor son la fábrica de harinas del Palero, de la que se conserva parte de su cuerpo central en el actual Museo de la Ciencia, la fábrica de harinas de La Rosa, en García Morato, o la fábrica de harinas de La Perla, que conserva en gran medida su fisonomía exterior en el nuevo traje que le proporciona el Hotel Marqués de la Ensenada, en la avenida de Salamanca.

Hasta que a mediados del siglo XX la llegada de Fasa convirtió a Valladolid en ciudad del automóvil, esta provincia había estado ligada, sobre todo, al sector agrícola y a la alimentación. Otro ejemplo notable, hoy también presa del abandono, y del deterioro, es la azucarera de Santa Victoria, en el parque de las Norias. Su valor histórico es también muy importante pues es una consecuencia directa de la pérdida de las colonias americanas, que obligaron a buscar nuevas fuentes de suministro de azúcar para la Península Ibérica. En este caso, además, se trata de un edificio estéticamente notable. «Este edificio podría haberse restaurado para darle un uso ciudadano, porque además se da el caso de que está al lado de un parque y podría dar mucho juego», opina Manuel Saravia. Otro caso más de deterioro por abandono. Otro pedazo de historia en peligro.

La respuesta a la pérdida de Cuba

Literalmente fue así. La azucarera del Camino de la Esperanza, luego conocida como Santa Victoria, obtuvo la licencia de construcción en el año 1899, un año después de la pérdida de las colonias españolas de Ultramar. Era propiedad de la Sociedad Industrial Castellana y el proyecto lo firmó C. Escobedo, su director gerente. «En la memoria del proyecto aparecen por primera vez preocupaciones estéticas por los edificios industriales», explica la ficha del Plan General para dar cuenta de su singularidad y su valor. Se construyó con todo tipo de adelantos tecnológicos. De hecho, su maquinaria de vapor fue proyectada e instalada por la casa Fives-Lille, de París, «en aquellos momentos a la cabeza de este tipo de construcciones».

La azucarera surge para suplir la pérdida del suministro de azúcar que hasta entonces llegaba de Cuba y se complementó con el proyecto de la Alcoholera del Camino viejo de Simancas, que era propiedad de la misma sociedad - dueña a su vez del Canal de Castilla- para cuya actividad utilizaba los restos de la melaza del azúcar. Parte del interés de ambas instalaciones radica en que estaban conectadas por una tubería, según asegura Manuel Saravia, que no duda en calificar de «enorme» el valor histórico de este edificio, hoy perdido en medio del Parque de las Norias.

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