Del mito al logos
«La fe mueve los cimientos de las montañas de la gente, las que cada uno nos hemos ido constituyendo, teniendo un poder asombroso que, a mi entender, tiene más que ver con las tripas que con el espíritu»
BEA GÓMEZ GONZÁLEZ
Domingo, 14 de agosto 2011, 02:52
LO hemos oído muchas veces, estamos cansados de verlo, de saberlo, de repetirlo incluso, pero ahora podemos estar seguros, tener la certeza de que es verdad, de que ya no hay duda, de que en efecto es un hecho que la fe mueve montañas. Lo digo porque todos sabemos que estos días Madrid es el centro neurálgico de lo que coloquialmente se ha venido llamando JMJ o, lo que es lo mismo, Jornada Mundial de la Juventud, lo que va a propiciar un gran ir y venir de gente y, claro está, de montañas, si me permiten seguir con la metáfora.
El caso es que, a este respecto, he podido leer bastante estos días, opiniones de diversos tipos y de diverso calado. Unas muy sesudas, otras muy banales, inclusivas, excluyentes, zafias, elegantes, friquis, geniales y horteras, y de todas ellas, os lo puedo asegurar, extraía una conclusión que se repetía como un mantra-y perdón por la comparación-: la fe mueve montañas. Y es que es así, la fe remueve los cimientos de las montañas de la gente, las que cada uno nos hemos ido construyendo, teniendo un poder asombroso que, a mi parecer, tiene más que ver con las tripas que con el espíritu (si es que alguien sabe lo que es eso). Dicen los antropólogos (bueno, no lo dicen todos, solo algunos, pero los suficientes como para reseñarlo aquí) que las manifestaciones espirituales son rasgo de humanidad (en el sentido más biológico del término) y van ligadas a un razonamiento más abstracto que el de, por ejemplo, nuestros primos los primates. Pero yo no las tengo todas conmigo.
Muchas cosas de las que estudié en el cole y después, en el instituto, por suerte o por desgracia, las he olvidado, pero recuerdo vivamente, como si fuese hoy, aquella 'Introducción a la Filosofía' del primer año que cursé esa asignatura. Aquel tema uno que obraba a modo de introducción, de toma de contacto con esa nueva materia (nueva para todos nosotros, alumnos enclenques de un bachillerato enclenque), un poco rara, un poco indefinible, que los planes de estudio nos habían condenado a cursar, fue para mí como un regalo. Recuerdo también que el título de la unidad recogía perfectamente mi sentir, ese salto cualitativo, ese respirar hondo y decir bufff, menos mal, menos mal que hace miles de años, el hombre dio ese salto pluscuamperfecto, ese paso de gigante que fue el paso del mito al logos.
Nos contaba mi profe de Filosofía que, hasta la aparición del logos, esto es, la ciencia, el conocimiento, la razón, etcétera, el hombre se valía de mitos para explicar las cosas que sucedían a su alrededor para las que no encontraba una explicación. Así, para explicar la lluvia, las sequías, las malas cosechas, la muerte o cualquier otra cosa inexplicable, se echaba mano del enfado de los dioses, de sus deseos y, en general, de sus estados de ánimo. Y se obraban sacrificios de toda índole para tener a los dioses contentos. Fue entonces cuando llegó el logos, la razón, la ciencia, la comprobación, la técnica, el arte-facto. Todo muy primario, al principio, claro, todo muy primitivo, pero arrojaba luz al vacío agujero negro con el que todo lo tapaba el mito.
Después de eso, es evidente, la razón y sus confines han avanzado, evolucionado a pasos de gigante, pero el mito, sin embargo, parece incólume, impertérrito, inamovible, indestructible. El hombre necesita creer, o mejor dicho, el hombre se ha convencido de que necesita creer, cree que necesita creer, en definitiva, de algo que suponga no ver, de algo que suponga asumir sin saber, sin querer saber, muchas veces. Lo digo porque, si en verdad la fe, entendida como rasgo de espiritualidad, fuese signo de razón, no estaría alimentando la pura irracionalidad que, por definición, la fe supone (recordemos que fe es creer en aquello que no podemos percibir con los sentidos ni demostrar en ningún modo).
No voy a entrar en si está bien, si está mal, o si está regular, eso me lo reservo para mí, si me lo permiten. Pero lo que me llama soberanamente la atención es que, después de todo el camino andado desde el nacimiento del bueno de Tales de Mileto, allá por el siglo VII antes de Cristo, hasta hoy, la razón, el logos, vaya, como prefería llamarlo mi libro de Filosofía, ha crecido y evolucionado, pero en realidad, el mito -en esto mi libro de Filosofía estaba, creo, equivocado- ha sobrevivido con él, a pesar de él y, muchas veces, alimentándose de él, parasitándolo y haciéndose más fuerte.
Así que, a todo eso, yo sólo le encuentro una explicación: la verdad. Y es que el mito, la fe ciega, las religiones, vaya, las manifestaciones espirituales de las sociedades, tengan más que ver con el hipotálamo de uno (esa glándula endocrina que regula nuestros instintos más primarios, como el hambre, la temperatura o el sueño) que con cuestiones más logos, más racionales.
Porque, a pesar de la que está cayendo, económica, social, política e históricamente (y no sólo a nivel regional o nacional, sino también europeo y mundial), la mayoría de los comunicadores, articulistas, periodistas, generadores de opinión y gurús de la comunicación del país, se hacen eco estos días, de un modo u otro, con una opinión o con otra, del evento de fe y, por tanto mítico, de la semana. Pero oye, casi ni rastro de logos, por el momento.
Por mi parte, ya lo ven, quería también hacer mi particular aportación, pues, aunque lo he intentado, mi hipotálamo, es lo que tiene, tampoco podía estar callado. Y eso que, antes de comenzar a escribir este artículo, me he asegurado de no tener ni hambre, ni sed, ni sueño, por tenerle tranquilo, pero nada, no ha habido manera, ya lo ven.
Esta mañana, mientras alimentaba con el desayuno a mi hipotálamo, leía en twitter que un primate había contado, en lengua de signos, cómo había presenciado el asesinato de su madre. El mito se me había vuelto logos esta vez, y con el primate -que no con el ser humano- me ha sido devuelta, si lo quieren así, restituida, la fe ciega en aquel logos que lucía flamante en el tema uno de mi libro de filosofía.
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