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1. La Ducati 50 TT, mi primera moto. 2. En Giant's Causeway (el Ulster) sobre una Triumph Rocket III 2.300. 3. La moto familiar. :: B. S. / J. A.
VALLADOLID

De cómo maltratar tu moto y salir casi indemne del intento

Cruzar ríos con una Yamaha de carretera o trepar laderas con una Ducati raquítica, todo vale siempre que te lo pases bien y el cuerpo aguante

JAVIER AGUIAR

Viernes, 7 de enero 2011, 02:21

Mi currículum como motorista deja todo por desear. Solo he tenido cuatro motos pero he sido capaz de caerme o chocarme con todas ellas. He llevado muchas otras pero, como no eran mías, las trataba mejor. A las cuatro di mala vida, pocos cuidados y ellas, sin embargo, me regalaron momentos memorables, aunque también es cierto que más de un disgusto. Siempre las usé para lo que no habían sido diseñadas. A una de carretera la metía por ríos, a una de ciudad, por montañas, y a la turismo que tengo ahora, la obligo a regatear coches por calles estrechas. Y después de tantos años maltratando monturas apenas sufro secuelas. La única grave es psicológica: Creo que me he enamorado de mi K-75.

Mi primera moto, una Ducati 50 TT, fue como una novia adolescente. La monté con la inconsciencia y la falta de experiencia propias de esa edad. Y así nos fue. A los dos. Tenía las marchas en la maneta, la rueda trasera de cross y menos empuje del que yo necesitaba en aquellos momentos. Para tratar de remediar tan importante carencia no se me ocurrió peor idea que colocarle el tubarro de una vieja Bultaco, rescatado de un desgüace. Lejos de conseguir el efecto deseado -con suerte gané un caballo de potencia- el resultado fue doblemente perjudicial. Por un lado, el motor provocaba tal estruendo y humareda que nadie quedaba indiferente a nuestro paso. Y menos que nadie, los policías municipales. Por otra parte, a los quince minutos de marcha aquel invento sujeto con alambres y abrazaderas alcanzaba tal temperatura que mi pobre muslo derecho acababa siempre enrojecido, cuando no directamente abrasado. Pero estábamos llamados a recorrer juntos parte del camino y así lo hicimos, ella afeada por el apósito, yo encallecido por las quemaduras.

A los guardias locales conseguíamos despistarlos las más de las veces. Acababan de comprarles unas Suzuki 250 mucho más potentes que las nuestras, pero menos maniobrables callejeando y, sobre todo, manejadas por pilotos bastante menos suicidas. Íbamos cuatro amigos sobre destartalados cacharros de segunda mano -la más veloz era una Derbi 'obrero' trucada a 75 cc- pero nos creíamos los cuatro jinetes del Apocalipsis y desafiábamos con descaro a la autoridad. Los conocíamos a todos por sus números de placa, sus motes y sus particulares formas de aplicar la ley.

El problema de la velocidad lo resolvíamos de un modo rudimentario. Se llamaba carrerilla y consistía, como su propio nombre indica, en acelerar a tope antes de afrontar una cuesta demasiado exigente para la cabalgadura. A veces funcionaba, otras no. En cierta ocasión, justo al principio de un repecho se me cruzó el 1430 de un militar, recién llegados ambos de Melilla, y mi pobre Ducati se empotró contra su aleta con tal ímpetu que me hizo sobrevolar el capó para caer en el duro adoquín al otro lado del morro. Fue el comienzo de una etapa de siniestralidad que si me pilla Pere Navarro me deja sin puntos de por vida. Pero es que entonces en vez de quitártelos, te los daban. Concretamente cinco en una rodilla por apurar en exceso la frenada en una bajada de final estrecho y acabado en muro. Peor le fue a la montura, que perdió una maneta, y a mi acompañante -Margarita se llamaba- a la que escayolaron la pierna de arriba abajo y aún así, con férula y todo, seguía montando en moto.

Otras veces caía en suelo más blando. Era cuando buscaba explicación a las siglas de mi moto, TT, que siempre interpreté como 'todo terreno' aunque ignoro por qué razón. Me iba con ella al campo. La ocasión más sonada fue al intentar subir una ladera demasiado empinada. La Ducati se quedo sin fuerzas a media subida y se paró dejándome en una situación embarazosa que se saldó con ambos rodando colina abajo hasta la orilla misma del arroyo Tejadilla.

Un día aciago la dejé apoyada en un portón debajo de mi casa, sin intención de abandonarla pero con la mente puesta ya en un proyecto diferente. La había montado y desmontado tantas veces, añadido y retirado tantos apósitos que apenas le quedaban cuatro elementos originales. Era como una abuelita sin fuerzas a la que temblaban las rodillas y el esqueleto entero con solo ponerse en marcha. El ladrón que se la llevó no pudo sacarle mucho provecho y a buen seguro acabó sus días arrumbada en algún rincón de una chatarrería.

Años después me compré una Yamaha SR 250, una moto todavía pequeña, de carretera, con la que crucé ríos, atravesé campos y subí montañas, siguiendo con mi costumbre de dar mal uso a los vehículos -mi historial con los coches es aún más lamentable-. La siguió mi primera K-75 S a la que hice muchos kilómetros y que me dio por primera vez el placer de la velocidad real, la sensación de ser el rey de la carretera, de sobrevolar el asfalto y poner tierra de por medio, de viajar sobre dos ruedas&hellip Lo peor que hice con ella fue tratarla como si fuera de carreras, ligeramente embriagado al sentir aquel derroche de fuerza. Eran solo 75 caballos, pero con mi humilde experiencia anterior, parecían el Séptimo de Caballería. Y yo, claro, el general Custer o, al menos, tan loco como él.

Y desde hace 10 años mi compañera es mi moto ideal, a la que ya no cambio por nada y a la que me acoplo como a un guante. Con mi K-75 RT solo ando para disfrutar y, con la edad, uno se ha aburguesado bastante, así que ando más bien poco. Con ella comparto una historia densa y feliz, aunque también incluya episodios negros, como aquella vez que nos empotramos contra una furgoneta de reparto cuyo conductor se saltó un ceda el paso mientras cuadraba su bloc de entregas. A los dos nos repararon, pero ella quedó mejor: "Es la K-75 más nueva que circula por España", decía el mecánico. No en vano habían dejado de fabricarla hacía tiempo. Es una máquina ligera y fuerte para su edad, hecha para largos viajes y que siempre cojo para ir al centro y evitar los atascos. Lo más lejos que hemos llegado ha sido a Madrid. La subo a las aceras y la cuelo entre los coches hasta rozar las maletas. Una vez casi me quedo atascado entre dos taxis en medio del Paseo Zorrilla. Ninguno de los dos conductores se mostró comprensivo. En otra ocasión hicimos más de cien kilómetros bajo un diluvio bíblico. Cada camión que nos cruzábamos lanzaba agua como para un tsunami, pero llegué a casa seco. Cuando se lo cuento a mis amigos no se lo creen. Allá ellos.

Con todo, junto a ella disfruto el placer de ser dueño del destino, de sentir el viento sin perder el sentido, de saborear el paisaje que nos rodea, de bailar en las curvas, de cabalgar por cabalgar, sin prisas, sin rumbo, sin meta. Hemos alcanzado una simbiosis propia de la madurez y tenemos -estoy seguro que ella también- esa sensación de compartir un futuro cálido y esperanzador lleno de momentos plácidos y aún de muchas emociones. Todavía me gusta mucho la velocidad aunque, al final, con los años, he adquirido algo de sentido común si bien, sospecho, ha sido gracias a ella.

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