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inés gallastegui
Lunes, 21 de marzo 2016, 13:54
Papá, si tenemos que estar contentos por haber ayudado al bebé y va a estar tan bien con su nueva familia, ¿por qué lloramos?». La lógica de un crío de 6 años es aplastante. Los padres de Miguel trataban de convencerle de que el que había sido su hermanito por un tiempo, al que había ayudado a bañar y cambiar los pañales, iba a estar mucho mejor en otra casa. Pero ahí estaban los tres, solos y en paz después de cinco meses de noches en vela y biberones cada tres horas, llorando como magdalenas. «Fue como si me arrancaran algo», reconoce José Luis García Cuesta, que aún se emociona cuando recuerda a aquel bebé prematuro, el primero de sus seis hijos temporales.
En España hay más de 20.000 menores desamparados porque sus padres biológicos no pueden o no quieren ocuparse de ellos. O, peor aún, no deben. El acogimiento familiar sigue siendo en España una alternativa rara al ingreso en instituciones especializadas, pero en los países anglosajones tiene más de un siglo. Con diferentes modalidades, la filosofía siempre es la misma: por muy bien que lo hagan los centros de acogida, los niños necesitan amor para crecer. Para estos críos que tanto han sufrido, el cariño de una familia de verdad se traduce en centímetros, en salud, en mejores notas en la escuela y en más integración social. Tres hombres que mañana celebrarán con sus hijos postizos el Día del Padre han accedido a compartir su experiencia.
José Luis, de 55 años, es profesor de Geografía en la Universidad de Valladolid; su mujer, Sara, de 50, diseñadora gráfica. Con una situación económica desahogada y un hijo biológico, en 2007 dieron el paso. «Queríamos devolver a la sociedad parte de lo que la sociedad nos había dado», resume.
Se estrenaron con un acogimiento puente, con aquel recién nacido destinado a la adopción del que tanto les costó separarse. «Ahora tiene 8 años y está hecho un torito. Le vemos a menudo y le queremos mucho», explica José Luis. Después vinieron una pequeña de 6 años, otros dos bebés y un trasto de 15 meses, hijo de una adolescente de 16 años que, a su vez, era carne de institución. Al mes de perder a su primogénito, la chica ya estaba de nuevo embarazada. «Yo no soy pesimista, pero son personas marcadas de por vida reflexiona José Luis. Hay diferencias entre los que están en centros y los que están en familias, pero todos tienen problemas. Los bebés son los menos dañados, pero los que son acogidos con 3, 4 o 5 años ya vienen con una mochila enorme. Necesitan mucha más atención que los hijos propios».
Ahora tienen en casa a María (nombre ficticio), una chiquilla de 8 años que ya vivirá con ellos hasta los 18. «Tiene contacto con su familia biológica, pero las posibilidades de que vuelva con ella son remotas admite. Es la primera que nos llama papá y mamá». Esta noche, como cada viernes, María se quedará dormida en el sofá, acurrucada en sus brazos, viendo una película. «Ha recibido muy poco afecto y, en cuanto a mimos, besos y achuchones, es como si tuviera 4 años», explica el padre.
¿Son distintos los sentimientos hacia los vástagos de acogida que hacia los propios? «Si hubiéramos querido más hijos, los habríamos tenido o los habríamos adoptado. Sabes que esto es temporal, que no son tus hijos argumenta. Eso te dice la cabeza, pero el corazón te dice otra cosa».
«Igual que los hijos biológicos no son. Pero eso no quiere decir que puedas guardar distancias; el cariño es el mismo», precisa José Miguel Agurruza. Este médico navarro de 63 años, afincado en Zaragoza, habla con conocimiento de causa: junto a su mujer, Celia, crió a dos hijas, ya independizadas, pero por su casa han pasado además 34 niños de acogida en las últimas dos décadas. Unos estuvieron una semana y otros, seis años.
A sus dos hijas les vino muy bien. «Son conscientes de que son unas privilegiadas», resalta. «Están deseando convertirse en familia acogedora apostilla su mujer. Ahora ya no se hace, pero hemos llegado a tener cinco críos en casa. Son momentos de mucho jaleo, pero muy divertidos».
¿Y de esos 34, ninguno les ha dado problemas? José Miguel recuerda con humor a uno que era cleptómano, pero los dolores de cabeza se los dio Belén, que vivió con ellos entre los 10 y los 16 años y tuvo una adolescencia complicada. «Los psicólogos consideraron que era mejor que se fuera a un centro de acogida», explica. Hoy tiene 22 años y mantiene con el matrimonio una relación «perfecta». «Vive con su pareja, tiene trabajo... Ha salido adelante revela Celia, orgullosa. Es una niña muy buena y cuida de su madre biológica. Aquí viene cuando quiere; somos su familia de referencia».
Desde hace siete años viven con Alejandru, un adolescente rumano al que han acogido de forma permanente. Será el último: a su edad, ya no están para corretear detrás de un bebé. «Es un crío muy majo. Está adolescente total, mirando a las musarañas, pero es muy cariñoso», afirma José Miguel. El chaval tiene cierto retraso escolar, porque aprendió español ya de mayor y con 8 años no sabía leer ni escribir. Un juez lo separó de su progenitor. En cierto modo, es una ventaja: muchos chavales vuelven muy alterados de las visitas con sus padres biológicos, porque a veces estos les crean falsas expectactivas sobre un futuro juntos, les traen malos recuerdos o revuelven sus emociones.
Una silla de cuatro patas
Rafael Nogales también ha pasado por ahí. Este militar sevillano de 40 años, destinado en el acuartelamiento Cervantes de Granada, es el acogedor monoparental de Óscar, un niño de 10 años con déficit de atención. Eso significa que para llevarlo a su casa tuvo que formarse y que, en lugar de 350 euros mensuales, recibe 825 por su especial dedicación y para afrontar las terapias y otros gastos extra. Eso sí, lleva tres meses sin ver un euro, porque la Junta de Andalucía paga con retraso.
Hace unos años, Rafael empezó a colaborar como voluntario junto a su novia en un centro de menores. «Las monjas, que son muy listas, nos vieron jóvenes y fuertes y eligieron para nosotros al más difícil y al más especial», recuerda el sargento primero. Cuando estaban a punto de formalizar el acogimiento, la pareja se rompió. «Ya no podíamos dejar a Óscar allí», resalta. Él decidió seguir adelante.
El Ejército le ha dado facilidades y una flexibilidad horaria que le permite ocuparse del niño: «Necesita mucho tiempo y mucha paciencia». Cuando ha tenido que ausentarse el pasado otoño, por unas maniobras de la OTAN lo ha dejado a cargo de sus padres, que «lo quieren con locura». Y además ha descubierto a «gente encantadora que da lo mejor de sí». Se refiere a las otras tres «patas de la silla»: los profesores, los psicoterapeutas y el personal sanitario. «Su evolución en estos dos años ha sido fenomenal», asegura.
Hay dificultades, por supuesto, coinciden los tres superpadres. Y, claro, las despedidas duelen. Ya más mayorcito, Miguel, el hijo de José Luis y Sara, volvía a preguntarle a su padre por qué estaba tan triste al ver marchar al pequeño terremoto al que habían acogido durante un año, un trasto que no paraba de romper cosas y hacer travesuras: «¡Pero si siempre decías que era un bicho!». «Sí, hijo, pero era nuestro bicho».
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