Cuando correr era cosa de hombres: «Me decían que me fuera a fregar»
Mercedes Chanes fue la primera segoviana en correr la Maratón de Madrid y una pionera del atletismo en la provincia
Mercedes Chanes ha recibido este año el Miguelín, el premio del atletismo popular segoviano, no por sus registros, sino porque convirtió en ordinario algo que a finales de los 70 era extraordinario: la inclusión de la mujer en un mundo de hombres. «Yo corría porque quería, no porque pensara que estaba haciendo algo excepcional. Me cuesta entender que tenga un valor para los demás, me da vergüenza. Tuve la suerte de encontrar con 12 años una actividad que me llenaba y que me acompañó el resto de mi vida. Era todo». No vio las barreras que dejaron en el camino a mucha. Un periplo que la llevó a correr la primera Maratón de Madrid, en 1978, la segunda carrera de esa distancia que permitía en España la participación femenina, unos meses después de que Barcelona abriera las puertas. «Si algún mérito tiene, es el amor propio que le eché para terminar la carrera. Ha quedado como que fui una de las primeras, pero fue un poco casualidad». Antes, las españolas corrían maratones en Francia. A falta de que aparezca alguien que diga lo contrario, ella fue la primera segoviana en correr una.
Se define como una chica inquieta que tuvo a una profesora en el Calvo Sotelo –el Peñascal actual– muy «activa» que inscribía sin miramientos a los Juegos escolares. Aún tiene una tarjeta de 1973, adscrita a la Sección Femenina de la dictadura franquista, para baloncesto y cross, en las pistas de ceniza del campo militar de Baterías de Segovia. «Doña Elisa repartía el chándal el sábado por la mañana y lo teníamos que devolver el lunes lavado». Hacía de todo, desde los 100 a 600 metros pasando por salto de altura o lanzamiento de peso. Cuando se apuntó al Blume, no había chicas, pues el último talento de Isaac Sastre, una campeona de España de cross como Maite Bermejo, lo había dejado. «Parece ser que tenía un novio que le dijo que las mujeres no corrían». Cuando apareció Mercedes, el entrenador se hizo cargo y ella engañó a varias amigas para entrenar en el parque del Cementerio. Incluida Gema Gómez Santalea. «Ella sí era buena. Yo me defendía porque le ponía empeño, pero he sido corriente».
El atletismo acabó siendo una salida natural para Mercedes, de 64 años. «Mi familia era humilde, yo no podía aprender a jugar al tenis, lo que hacían las mujeres, porque costaba mucho dinero». Aquella chica «rapidilla» batió el récord provincial de 600 metros. «Luego venía Gema y me los quitaba». Encontró su sitio en un ambiente «fenomenal» dentro del club. «Me sentía una más, eran divertidos, no he notado ninguna discriminación por ser mujer». Sí encontró reticencias en casa. «Al principio, fatal. Mis padres no entendían que me fuera a correr, decían que era de chicos. Qué dirán los vecinos, madre mía». Hasta que entendieron que aquello era medicina para el alma, así que solo pidieron que no dejara los estudios. Gracias al atletismo vio por primera vez el mar, en Luanco, o se subió a un avión, rumbo a Barcelona. «Alguna vez íbamos a correr por la carretera de La Granja y la gente te decía que te fueras a fregar, pero también mandaban a los chicos a trabajar a la obra. Nunca me afectó». Algún recadito más sutil llegó también del instituto. «Tú podrías sacar mejores notas, pero como corres...» Ella lo interpreta: «Se entendía como una pérdida de tiempo masculinizada».
Algo que formó su personalidad en dos aspectos clave: la ética del esfuerzo y el trabajo en equipo. Como no sobraban mujeres, había que llenar huecos en los campeonatos y ella no sabía decir que no. Así acabó lanzando disco en un campeonato de Castilla y León justo detrás de la campeona de España. «Recuerdo el bochorno de ver al juez estirando la cinta a 37 metros con ella y luego tiraba yo 17. Te querías morir, pero el equipo puntuaba». Sus mejores carreras fueron quizás los relevos 4 x 400 en Madrid. «Yo era rápida, luego ya me hice fondista». Corría cross en Lasarte, Anoeta, San Sebastián o Vic. Cuando la Maratón de Madrid abrió las puertas a las mujeres, tenía 17 años. Un salto sideral para alguien que nunca había pasado de los 3.000 metros en pista. Pero no pudo negarse.
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No entrenó demasiado, pero tenía el espíritu. «No me retiraba casi nunca. Si el equipo lo necesitaba, no tenías a nadie con más fuerza de voluntad». Fue en una modesta delegación segoviana con clásicos como Miguel González Marinas a una línea de salida saturada con más de 7.000 inscritos. «Fue un descontrol, era la primera maratón popular que se hacía. No tenían infraestructura para asumir todo eso. No se cortó el tráfico, los coches pitando, los kilómetros no estaban marcados…» Salió con el dorsal 15, pero no hubo una clasificación como tal por las dificultades para tomar los tiempos, así que no sabe cómo quedó, pero calcula en torno a medio centenar de mujeres cruzó aquella meta. Lo hizo tras cuatro horas y 20 minutos y dejó atrás a Miguel, que se tiró años pidiendo la revancha, pero ella no volvió a hacer un maratón. No solo superó el reto, sino que encontró el amor, pues Fernando Cuesta, a la postre su marido, tuvo tiempo para llegar a meta y volver para acompañarla en el tramo final, toda una declaración de intenciones. «Salí con sol y recuerdo que llegué mojada de arriba abajo porque estaba cayendo la del pulpo».
Tiene nostalgia por ese ambiente de grupo: siempre acababa alguien en la ría de los obstáculos, como quien va al pilón, daba igual el motivo. Por eso respondió la llamada para cubrir huecos hasta entrados los 50. Ahí estaba la corredora de equipo, haciendo los 100 metros con veinteañeras y llevándose la ovación de la tribuna. Ya evita correr para cuidar las rodillas: prefiere hacer senderismo y acompañar a su hija Marina a las carreras por montaña por toda España. «Esa explosión de energía que tienen los jóvenes, cómo derrochan, se comen los kilómetros, me parece maravilloso... Le da una vida de retos y el esfuerzo, que no está muy valorado. Es invertir en su vida». El testigo está en buenas manos.
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