Borrar
Fonseca, con la Copa de la Liga en una imagen actual. En detalle, en su etapa como jugador del Real Valladollid, en 1990. El Norte
Goyo Fonseca y el instinto del gol
Protagonista en las dos orillas

Goyo Fonseca y el instinto del gol

Jugó nueve temporadas en el Real Valladolid, en dos etapas, y tres en el Espanyol, al que fue traspasado por 200 millones de pesetas siendo ya internacional

José Anselmo Moreno

Miércoles, 15 de enero 2025

Las primeras cuatro frases de Fonseca retratan a un tipo jocoso pese a que el fútbol no le trató en consonancia a la inmensa clase que tenía como goleador. Dice que a golear se aprende aunque él tenía algo innato, instinto. Daba la impresión de que las cosas no las pensaba mucho en el césped, las hacía. Asegura también que era un talismán para el Pucela. «Nada más llegar al primer equipo ganamos la Copa de la Liga y cuando volví, en cinco días subimos a la Liga de 22», subraya este delantero hecho a sí mismo, que fue una estrella silenciosa sin tatuajes, celebraciones raras ni coleta que cortar.

Pese a las lesiones, llenó «la cesta» de goles en sus catorce años de futbolista. Goles de todos los colores y maneras. Eso le llevó a nuestro rival de este viernes. Allí se fue con la condición de internacional y su cartuchera de tantos inolvidables. «Cuando me fui al Espanyol, en Pucela me dijeron que necesitaban el dinero y yo dejé 200 millones», asegura con la tranquilidad de conciencia de quien fue honrado profesional, al punto de que en su segunda etapa aquí solo quiso firmar un año porque su maltrecha rodilla (la primera vez operada por un militar) daba síntomas de agotamiento.

En mi opinión, Fonseca marcó el mejor gol del Pucela en los últimos 50 años. Tal vez fue el gol de nuestras vidas, una chilena al Athletic. Ese remate lo ensayaba en los entrenamientos porque Maturana los ponía a rematar sin descanso. «Rematábamos tanto que ya me aburría, así que hacía chilenas». Los compañeros le instaban a intentarlo en los partidos pero él decía: «Si me sale mal, hago reír». Además, recuerda que con Redondo de entrenador se rompió la clavícula tras una chilena en un entrenamiento.

Goyo Fonseca, durante su etapa como jugador del Real Valladolid. El Norte

Sin embargo, el día de aquel golazo salió todo perfecto. «Pachi me la puso un poco a contrapié, y me dije que era el momento. Nada más pegarla vi que entraba y celebré el gol con rabia porque me di cuenta de que eso era muy difícil de hacer», subraya.

Aquel tanto no sirvió para abrir informativos o para que le llovieran entrevistas. En este contexto, recordamos los tiempos en que los periodistas teníamos acceso directo a los jugadores: «Éramos cuatro gatos de un lado o de otro y nos conocíamos todos. Era bonito».

De sus comienzos en su pueblo (La Seca) dice que se divertía jugando, pero cuando llegó aquí ya notó que el fútbol era un trabajo. «En el primer entrenamiento, Richard me atizó y yo me cambié de banda. En la otra esperaba Sánchez Valles para darme más fuerte. Aprendí enseguida la lección», ironiza.

Cualquier buen juvenil promocionaba entonces, pero en su caso tiró la puerta «a patadas». En 1984, marcó en su debut en todos los equipos donde jugó: juvenil, Promesas, primer equipo y la Sub 21.

Antes de irse al Espanyol estuvo los dos años aquí de Maturana, con Barragán de preparador físico. «El mejor, no teníamos lesiones musculares y eso que íbamos a entrenar a diferentes campos. Recuerdo un día en Zaratán, Maturana decía que el césped tenía algo raro y no era nieve. Nos reíamos porque había helado y solo era escarcha».

Hablando de heladas, su frialdad en el campo le dejó a medio camino del jugador que pudo ser. No jugó la final de la Copa de la Liga pero sí la de Copa del Rey del 89. Cantatore le ponía de interior porque le decía que tenía «muchos compromisos» arriba y ahí jugaban Jankovic, Alberto o Peña. No obstante, él era ariete. Así llegó a la selección y Clemente contaba con él, pero en su carrera tuvo «muchas cornadas», como él dice.

Tras acabar la temporada 91/92, haber metido por segundo año consecutivo 14 goles en Primera y jugar con la selección en Zorrilla se fue al Espanyol, aunque ese verano había sonado para el Madrid.

Allí volvió a tener lesiones y tras otra operación se fue media temporada al Albacete. En verano del 95 volvió a Valladolid poco antes de ascender en los despachos. Colgó las botas al finalizar esa temporada, con 30 años, por no complicar su futuro como ciudadano porque «esas cornadas» le podían dejar secuelas.

Su último gol con la blanquivioleta fue a la Real, el 8 de octubre de 1995, a pase del hondureño Guevara. Tras dejar el fútbol se estableció en Málaga, de donde era su esposa, ya fallecida. Allí se encuentra de vez en cuando con Ricardo Albis y recuerdan los buenos tiempos del Pucela en Europa, esos partidos que los años no logran borrar.

Dice que el único fútbol que ve ahora es el del Real Valladolid. Poco fútbol, en suma. Tras retirarse hizo los primeros niveles del curso de entrenador y estuvo en las categorías inferiores del Málaga para después trabajar en una asesoría de futbolistas aunque por el camino fue segundo entrenador de equipos andaluces en Segunda B o Tercera y del Farense, en la primera portuguesa.

«Me gusta más decir que he sido asesor y no representante, los jugadores son seres humanos, no números. Cuando empecé, los cuatro primeros chavales que tocamos los hicimos profesionales. El último fue Brahím Diaz. Lo que pasa es que yo los cogía muy pequeños y los padres estaban detrás. Es un mundo complicado, el propio Fernando Hierro me decía que no me veía en ese ambiente», asegura.

Sobre el actual Pucela destaca su condición de equipo ascensor. «Subir a Primera es más duro que mantenerse en la elite, que es donde deberíamos asentarnos». El Pucela le tira. Su padre le llevaba al viejo Zorrilla, aún recuerda que el primer día la gente pedía la destitución del entrenador y aquel pequeño estadio «atronaba».

Difícilmente se moverá ya de Málaga. Cuando va a La Seca, visita a la familia pero necesita más bullicio. «Ir a vivir al pueblo ya no, aunque no me quites la posibilidad de ir porque me muero». Tantos años en Málaga no le cambiaron. Sigue siendo un castellano recio, como el apellido de su primo Damián, el lasecano que lo descubrió.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Publicidad

Publicidad

Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios

elnortedecastilla Goyo Fonseca y el instinto del gol