De un tiempo a esta parte el sustantivo depresión ha desplazado al de tristeza. Inclinación que haremos mal en juzgar como un mero trueque terminológico ... sin mayores consecuencias. La palabra siempre es importante y en este caso, al referirse a lo mismo, a la pena, y recurrir a dos vocablos distintos, cambia la perspectiva con que entendemos esa emoción nuclear de nuestra existencia.
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Ambas, depresión y tristeza, remiten a una mezcla de congoja, peso, soledad y distancia que comúnmente nos acompaña y que en ocasiones se envalentona y nos sume en una suerte de apagamiento y desgracia. Pero su uso remite a dos contextos distintos. Al menos esa es la imagen que ha ido fraguando durante las últimas décadas, cuando su significado, como todo recientemente, se ha polarizado.
Si hablo de depresión me refiero preferentemente a una enfermedad, a un diagnóstico, a un mal que se ha apoderado de mí y se ha instalado en algún tejido nervioso. En cambio, si aludo a mi tristeza estoy dando a entender que las cosas no me van del todo bien y que mi humor y mis sentimientos se resienten y protestan. Pero en ningún momento me identifico como un enfermo, carta de visita que el depresivo emplea en todo momento y que emplea de barrera. Porque, si me encuentro con un amigo y le digo que estoy deprimido, en realidad, tras mi aparente confesión, le estoy cortando el camino de mi intimidad y desplazando antes de tiempo su curiosidad al punto muerto de la enfermedad. Sin embargo, si le digo a alguien que estoy triste parece que le invito a seguir hablando y a que escuche el relato de mis penas, de mis tropiezos y de las torpezas con las que he orientado mi rumbo vital.
En esta distinción descansa la diferencia más importante. El deprimido se presenta como un enfermo que, por mala fortuna, ha cogido una enfermedad, incluso una de las que considera peores, la que atenaza la mente y afecta a la cabeza. Su estatus es el de la víctima pasiva que sufre injustamente y que se anima a pedir cuentas a su entorno y a la sociedad en general por no ayudarle lo suficiente. Como quiera que sea, sufre, luego cree tener derecho a ser ayudado e incluso a ser amado incondicionalmente. Exige que le atiendan mientras se engolosina con psicofármacos y siente que el mundo le adeuda lo que no tiene, como si fuera el único acreedor de un invisible capital.
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En el otro extremo, arrastra los pies el triste, apesadumbrado por sus errores, culpable de sus fracasos y avergonzado por su debilidad. Camina como un vagabundo ocioso, como un galeote aplastado, como un culpable estigmatizado. En definitiva, como un pecador al que le ha fallado el respeto de si mismo y solo puede confiar en el arrepentimiento y la penitencia. En su lucha por salir a flote, prefiere el perdón a los antidepresivos y la ayuda gratuita de los suyos a cualquier reclamación.
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