Que el individuo se divide en dos, cuerpo y alma, es una concepción filosófica tan vieja como la sociedad que conocemos. Y que cuando ejercemos ... de colectivo, los seres humanos nos empeñamos en partirnos en dos, también es tan antiguo como la orilla del río. Siempre divididos, cada intolerancia con la otra parte la contamos como tragedia y en eso los españolitos somos especialistas, con un dilatado currículum de disputas sangrientas.
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Además somos unos hachas en particiones inocuas, que no todo lo hemos resuelto a garrotazos –o eso quiero pensar– y desde si abrazas un equipo u otro de fútbol a si eres partidario de poner o no cebolla en la tortilla de patata, nos adscribimos a uno de los dos bandos, muchas veces por supervivencia. Ser neutral, equidistante, no parece una opción, en un país plagado de aprendices de tirano, donde si te duermes como el camarón te arrastra una de las dos corrientes.
La última de las recurrentes divisiones que practicamos es entre los que tienen bula y quienes merecen ser linchados; los que pueden odiar con impunidad y los odiables; los que poseen licencia para insultar, injuriar, calumniar o vejar y quienes son diana porque él o su grupo social no están incluidos en los criterios del delito de odio. Que esto consiste en medir bien en quien te ciscas en sus muertos y no te columpies, que cualquier fallo puede llevarte de un bando a otro y terminas como Trosky, borrado de las fotos y luego de la faz de la tierra.
Calibre y apunte con tino; utilice la mirilla, que a un inesperado desvío de lo correcto le endosan la etiqueta de odiador y nadie ya le librará del ilícito penal y del reproche social. Salvo que alegue que 'realmente' vivimos mal y republicanamente estaremos mejor. Ahí acertará el tiro.
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