Contra la mentira, las campañas y las primarias
«No olviden que, gracias a este sistema de primarias, hoy elegiremos entre aquellos que previamente han sido elegidos por una minoría de la sociedad»
Faltar a tu palabra
No pasa nada por cambiar de opinión. Eso es algo lícito y legítimo. Es más, es lo mínimo, algo exigible, natural e inherente a toda persona que vive, que lee y que se relaciona. Hay que ser muy idiota para no cambiar nunca de opinión. Si piensas lo mismo que hace diez años, yo que tú me preocuparía. ¿De verdad no has aprendido nada en diez años? ¿De verdad no has visto otro punto de vista u otro matiz que te haya convencido? ¿Qué has estado haciendo todo este tiempo? ¿No has leído nada ni conocido a nadie que te haya hecho cambiar de opinión en nada?
Creo que eso es muy triste. Pero más triste aún es encastillarse en posturas en las que ya no crees solo por orgullo. Eso se llama soberbia, que no es la madre del odio sino su hija, su consecuencia, una convicción íntima de que eres más o mejor que los demás. Y solo un completo imbécil puede pensar eso. Su cura es la humildad, que no es la madre del amor sino su hija. Tú puedes tener una habilidad especial. Como decía el tío de Rafa Nadal, «recuerda que lo único que sabes hacer bien es pasar una pelotita por encima de la red.
La gente importante es la que sabe hacer otras cosas», o como Heinze, al que una vez le oí contar que cada vez que daba un paso en su carrera, recibía la llamada de su primer entrenador recordándole que era muy malo, que solo valía para robar el balón y que no se olvidara de dárselo cuanto antes al que supiera qué hacer con él. Ya está, ese es el secreto. Se lo dijo cuando vino de Newell's a Valladolid, con ese acento de Entre Ríos que yo apenas comprendía. Porque yo, a Heinze, le he puesto muchos platos de jamón. No le debió ir mal el consejo. Del Pucela se fue al PSG, después al Manchester United, hasta acabar en el Real Madrid y la selección argentina. Y lo mismo le pasa a un escritor, a un cantante, a un físico cuántico: eres bueno en una cosa. En el resto posiblemente seas peor. Pero, en cualquier caso, ese 'don' no te hace 'mejor' como conjunto. Y cuando realmente interiorizas que ni eres más ni mejor que nadie, has de aceptar que puedes estar equivocado, que el resto puede enseñarte cosas y que has de cambiar de opinión.
OK. Perfecto. Pero eso es una cosa y otra es mentir, es decir, hacer lo contrario de aquello que has dicho que vas a hacer. No tiene nada que ver, ni por asomo, con lo anterior. Ahora lo llaman 'cambiar de posición política'. Yo lo he intentado con mi hija el otro día cuando le dije que no recuerdo haber prometido ir a la playa y que, en todo caso, como mucho habré cambiado de posición política. Pero no ha colado. Porque una cosa es cambiar de opinión y otra faltar a tu palabra. Y si tú dices que vas a hacer algo y te comprometes públicamente a ello delante de toda España lo haces, aunque por el camino cambies de opinión. Y si no puedes cumplir tu palabra, dimites y mantienes intacta tu dignidad, tu credibilidad y tu honor. No se puede engañar a la gente ni mentirla sistemáticamente bajo la excusa de un cambio de posición política. Porque llega un momento en el que absolutamente nada de lo que digas es creíble al estar sujeto a un previsible cambio de posición política en un futuro. Y entonces resulta que no tienes palabra. Porque la credibilidad es como la virginidad: solo se pierde una vez. Y una persona sin palabra es una persona socialmente acabada. Y repudiada. Y conviene recordar esto a una sociedad líquida, sin absolutos y sin conciencia de que el mayor compromiso posible es siempre con uno mismo.
Lecciones de campaña
De esta campaña electoral especialmente putrefacta, que me ha tenido quince días dando vueltas por toda España, extraigo dos conclusiones principales. La primera es que el principal problema de España –además del uso de bermudas por parte de varones de más de doce años– son las primarias. En estos procesos necesitas que te votan las bases de los partidos, que están siempre más radicalizadas que las direcciones. Y para que te voten tienes que decir muchas chorradas, ser muy cafre, destilar más odio, más inquina y más demagogia que el resto. Por eso siempre y sin excepción gana el peor.
Es como lo de Barrabás: ganó Pedro cuando el bueno era Madina, ganó Casado cuando la buena era Soraya, ganó Almunia cuando el bueno era Borrell. Bueno, no, ganó Borrell pero se lo cargaron para poner al malo. Y la lista puede seguir. También se equivocan en los Congresos, ganó Zapatero cuando el bueno era Bono. Y yo solo deseo que las decisiones de este tipo las tomen un grupo de personas muy listas, muy aburridas, muy bien preparadas, con una visión de España, del mundo, de las relaciones internacionales y de los retos que vienen por delante y que pongan al menos cafre, al menos sectario, al más capaz, al más formado como persona y, en definitiva, a ese al que las bases jamás votarían. Ese al que no quieren porque no grita ni tiene Twitter, ese es el bueno.
No olviden que, gracias a este sistema de primarias, hoy elegiremos entre aquellos que previamente han sido elegidos por una minoría de la sociedad. Es decir, el verdadero poder no lo tiene el que vota hoy sino el que ha votado previamente para elegir a aquellos que hoy hemos de votar. Y que el candidato no lo elijan las bases sino sus representantes y óptimamente a través de una dirección nacional muy reducida no es menos democrático: responde a la misma lógica que el Congreso. El populismo es un camino lleno de trampas y si algo respeto tanto de liberales como de marxistas es su profundo elitismo.
Pero, en cualquier caso, la segunda conclusión es que en Valladolid se está muy bien. Nada más llegar de nuevo aquí, a Tierra Santa, pensé que esta ciudad es una maravilla, un paraíso, un oasis entre ciudades horribles, ciudades llenas de turistas y paellas fraudulentas, ciudades llenas de calor pegajoso, ciudades enormes, ciudades minúsculas, ciudades mal comunicadas y ciudades problemáticas. Tenemos la inmensa suerte de vivir en el mejor lugar de España y, como decía Javi Vielba, el que critica a esta ciudad es que quizá no ha salido mucho de ella. Y esto llega a su culmen ahora, en verano, en la placidez extrema de una ciudad-imperio en la que solo nos quedamos cuatro gatos con un jersey por si luego refresca y que nos la repartimos sin discutir mientras nos apiadamos de todos los que sufren en lejanas playas ardientes y comen en chiringuitos en plena calle pensando en que ya queda un poco menos para poder volver a casa a esperar las primeras lluvias de septiembre.
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