De calles tristes y callejones canallas
Diría que la década de los 20 es el López Gómez de las décadas. Pero hay esperanza: el Cul es el Morante de los bares
La calle López Gómez
Cuando estoy en la playa, abrasado por el calor, desconsolado por el desafecto y aburrido como un acuario de almejas, intento consolarme pensando que ya queda poco, que esta vulgaridad terminará pronto y que en unos días volveré a Valladolid, a sentirme en casa con camareros que me traten mal, parejas estiradas que no se aparten por la calle ni aunque se les ponga enfrente la Virgen María y taxistas que me miren con displicencia si el trayecto no es todo lo largo que esperaban. Ah, qué maravilla es estar en casa, maltratado, despreciado, tenso como un Gremlin en el Chúndara. No hay nada comparable a Valladolid, a la calidez de sus gentes, a lo abierto de su carácter y al silencio de sus procesiones, roto solamente por los chistidos de la gente mandando callar. Y aún así, para no sufrir en la playa, entre el calor tercermundista, el sonido del padre que persigue al niño con un tupper lleno de trozos de melón y la arena que lo cubre todo como una croqueta de El Corcho, tengo un truco. Consiste en cerrar los ojos y pensar en la calle López Gómez. En la playa se estará mal, no hay duda, pero siempre se estará mejor que atravesando la calle López Gómez en pleno mes de agosto, a cuarenta grados, en la soledad metafísica de un cuadro de De Chirico, a las cuatro de la tarde, con el asfalto derritiéndose a tu paso y el olor a alquitrán de la brea caliente. Porque en López Gómez están todos los tipos de brea, de parches y de remiendos posibles. El firme de esa calle es como una patata ondulada, es Medellín en 1970, no existe el concepto de uniformidad y, cuando tienes la suerte de pillar todos los semáforos en verde la sensación en el abdomen es parecida a cuando te montas en el Dragon Khan. Pero, caminando, ese suplicio es otro nivel. Tú miras López Gómez desde el cruce con José María Lacort y lo que ves por delante es desolador. Porque, además de feo, está lleno de cruces. Y todos te pillan en rojo, haciendo del trayecto una experiencia iniciática, una penitencia, un paso más en el camino del autocontrol. Y, depende de la hora, hay carritos, perros y grupos de personas que hacen que, para seguir, tengas que bajar a la calzada. Pero por ahí viene el 2 como un sputnik y llega un momento en el que no hay salida y solo queda abrazar el sufrimiento con estoicismo. Creo que cruzar López Gómez debería conllevar indulgencia plena, yo pondría un santuario, una Virgen María en una hornacina a la altura de la tienda de pianos. Porque es larga, muy larga. Conozco a gente que se ha sacado notarías paseando por López Gómez. Sobre todo, en la zona de los cruces de Fray Luis de León y Núñez de Arce, calles que todo vallisoletano confunde sistemáticamente. Te pones a pensar cual es cual y tienes que cerrar los ojos e ir mentalmente al principio. Y sigues la calle, pero, cuando llegas a López Gómez, saltas de dimensión y no sabes si la que da al Pasaje Gutiérrez es una u otra y todo es un lío inmenso. López Gómez es un infierno de casas altas, de sombras imprecisas, de coches que salen de todos los sitios, de semáforos en rojo, de calor asfixiante y de tedio insoportable, interminable y tórrido. Bien, pues, aún así, todavía se está peor en la playa.
Cartel taurino
El 9 de septiembre tendremos en el callejón de Valladolid a Morante, a Ortega y a Aguado con toros de Nuñez del Cuvillo. Se trata, sin duda, del acontecimiento cultural del año, muy por encima de todo lo que ustedes quieran citarme y que seguro que también está muy bien. Pero esto es otro nivel. Como dijo Limonov a Chapu: «This is not contemporary bullshit». Aquí hay vida y muerte, triunfo y fracaso, sol y sombra. Dijo el jueves Calamaro que «dudo que ahora mismo exista un artista como Morante en el Rock n' Roll. Ni en la pintura, ni en el cine, ni en la literatura. Es el artista del mundo». Estoy de acuerdo. Pero es que el segundo es Ortega y el tercero Aguado. El cuarto sería Nieto Jurado. Y el quinto Banksy. Y sucede que el punto medio entre La Puebla del Río, San Vicente y Triana ha resultado ser el Paseo de Zorrilla, así que tendremos la suerte de disfrutar en Pucela de la corrida soñada, del Arte y la Cultura con mayúsculas, de una apoteosis 'miarmista', de nacionalismo hispalense, del compás de terciopelo y ruán. Morante, Ortega y Aguado simbolizan no solo diferentes maneras de entender la tauromaquia, sino acaso la vida. Son cosmovisiones diferentes: la perfección técnica de Morante frente al temple sobrehumano de Aguado o la cadencia de Ortega; el misterio frente a la transmisión y la naturalidad; la hondura frente a la profundidad y la trascendencia; el arrebato frente a la seriedad y la intensidad; el paso de palio frente al de misterio y al crucificado; la marisma frente a la Sevilla antigua y la marinera. Los veremos homenajear a los seises en su danza sagrada y, si el ganado lo permite, Valladolid sacará a Sevilla a hombros. En andas, por supuesto. Como marca nuestra tradición.
Una nueva época
Si los maestros triunfan, a celebrarlo. Si fracasan, a olvidarlo. Pero supongo que en el Cul de Sac, donde hablo de toros con Roberto en el encanto de ese callejón sin salida que forma, no solo en lo físico sino, sobre todo, en lo espiritual. La belleza de ese rincón no es evidente como la de un jardincito con piedras. Muy al contrario, tiene el poso de lo sublime, de la creación haciéndose presente hoy. Los reaccionarios y los meapilas piensan que la creación es algo que se hizo y que se acabó. Se equivocan: la creación está en marcha, se está haciendo hoy, el Reino está en construcción. Despreciar el presente y querer volver al pasado es despreciar la obra de Dios. Y la elegancia hoy pasa por volver a la sofisticación del buen diseño, de la mirada preparada, culta y golfa. «Se nos va a llenar esto de gentuza», le dije ayer a Roberto. «Bueno, mientras sea gentuza…», respondió. En los sitios buenos suena rock and roll y está oscuro para poder escondernos a la vista. Hay una nueva generación de gente en Valladolid intentando recordarnos la grandeza con la que vivimos el principio de siglo, que nos tratemos como si la vida mereciera la pena y que rompa con la mediocridad reguetonera que nos rodea en esta década de los 20, que ya estaba convirtiéndose en un horror. En un horror largo y feo. Diría que el López Gómez de las décadas. Pero hay esperanza: otoño es el Morante de las estaciones.
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