Botellones
CRÓNICA DEL MANICOMIO ·
«No es de extrañar, ante el grado de excitación que desprende esta masa, que los dispositivos de control no sepan cómo vallar la manifestación o dispersar a los asistentes»Cuando ya no eres lo que se dice joven, como es el caso, sientes la envidiosa inclinación de juzgar por lo bajo a los que ... han ocupado tu lugar y te desplazan del escenario de la vida. Nos atrevemos a decir, entonces, con sugerencia algo enfurruñada, que antaño, en 'nuestro tiempo', las concentraciones tumultuosas tenían motivaciones más dignas que los botellones que congregan hoy a una masa de jóvenes desgañitados. Nosotros, advertimos con orgullo, nos amontonábamos para defender alguna causa, mientras que, en el presente, bien parece que las gentes se amasan para hacer alarde del derecho al placer y al disfrute, sin que otras motivaciones superiores les ocupen.
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Sin embargo, hay que tener en cuenta que, hace un puñado de años, la calle estaba invadida por fuerzas represivas que nos animaban a imaginar, como sucedió en mayo del 68, que había que arrancar el pavimento y tirárselo a la policía, convencidos como estábamos de que debajo de los adoquines estaba la playa y en la playa el futuro y la camaradería. En cambio, ahora se dan cita directamente treinta mil jóvenes junto al mar sin épica ni expectativas.
Algunos dirán que la causa que aúna esta nueva masa es precisamente carecer de causa, pues la diversión, el hedonismo y el festejo no se consideran, al menos entre las viejas generaciones, como un motivo serio. Pero olvidan que, desde que se filosofa en el mundo, el placer ha sido defendido por muchos pensadores como la virtud de las virtudes y ha sido identificado, en no pocas ocasiones, con el bien supremo y la cumbre de la moral y el buen entendimiento.
Así que el botellón puede ser reconocido seriamente como la reunión de treinta mil epicúreos que, carentes de un futuro mejor, que a todas luces se oscurece, deciden disfrutar del presente y hacen del 'carpe diem' su aspiración primordial. Sin que por ello decaiga ni un peldaño su condición ni capacidad. Pero no deja de sorprender que, como toros bravos desencajonados de la mazmorra epidémica, treinta mil almas desenmascarilladas y apelotonadas invadan la calle dispuestas a gritar, bailar, abrazarse y, en definitiva, a gozar, a sabiendas de que muchos gozan más, curiosamente, cuando desafían a la muerte y desprecian la enfermedad.
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No es de extrañar, ante el grado de excitación que desprende esta masa, que los dispositivos de control no sepan cómo vallar la manifestación o dispersar a los asistentes. Una eclosión sin motivos, sin causa, sin finalidad, que no tiene otra pretensión que la concentración en sí misma, la visualización y la algarabía, es difícil de acotar y redirigir. No hay gancho donde fijar las ataduras. El botellón no es algo ignominioso en sí, es simplemente el síntoma de quien se siente preso y sin perspectivas. Treinta mil individualidades sin ninguna directriz que las una. Treinta mil voces que gritan, beben, inhalan, aman y, si viene a cuento, se desorbitan.
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