El apostolado de Rubens en Valladolid
La ciudad sigue en la historia como escenario de la chispa. Aquí se conocieron Rubens, el duque de Lerma y Calderón y se sembró la relación que haría posible que las tablas flamencas viajaran a España
A veces, la historia del arte se parece poco a un manual y mucho a una novela de intriga donde los protagonistas no llevan gabardina y lupa, sino títulos nobiliarios y cartas con membrete. Estamos en Valladolid, en el año 1603. La corte de Felipe III está instalada en la ciudad y un joven pintor flamenco, de apenas veintiséis años, pisa nuestras calles con un doble papel como diplomático y artista. Se llama Pedro Pablo Rubens y reside en un palacio situado en la actual plaza de San Juan, en concreto en el espacio que luego sería el Colegio San José. Porque hay gente con buen gusto hasta en Siegen. Rubens lleva consigo cartas, encargos y mucho talento. En nuestra ciudad pintará ese retrato ecuestre del duque de Lerma que todavía hoy es uno de los orgullos de El Prado.
Y aquí empieza la leyenda. Porque cuentan -y yo siempre así lo he leído- que, además de retratar al duque de Lerma, Rubens pintó en Valladolid un apostolado: doce retratos de los apóstoles, más un Cristo Salvador que completaba la serie. No sería un conjunto más, estamos hablando de Rubens al óleo -que es como Morante a la verónica-, a media figura, con rostros que parecen respirar y manos que sujetan llaves, espadas o cálices como si realmente pesaran. Pero sucede que las leyendas hay que tomarlas con pinzas. Pese a mis deseos, no hay documento alguno de 1603 que confirme eso. Lo que sí hay es una trama que conecta Valladolid, Amberes y Madrid, pasando por intrigas cortesanas y caídas en desgracia.
Durante ese tiempo de corte vallisoletana, Rubens conoció a Rodrigo Calderón, mano derecha del duque de Lerma, que se quedó fascinado por su pintura. Años después, ya en 1614, Calderón recibirá desde Flandes un regalo excepcional: «un Salvador con los doce Apóstoles», enviados en dos grandes cajas, obras «de mucha estima y valor por ser hechas de mano de un gran pintor llamado Rubens», según se lee en un documento posterior. Las había comprado en la almoneda de un noble flamenco, y viajaron hasta España con el mimo con el que viajan los tesoros. Calderón no tuvo tiempo de disfrutarlas mucho porque, como sabemos, en 1621, acabó en el cadalso acusado de corrupción, conspiración y de casi cualquier delito imaginable. De hecho, su momia aún sigue en Teresa Gil, para el que quiera preguntarle. Pero, en cualquier caso, el apostolado pasó a las manos del duque de Lerma, y en 1618 ya figura en su poder. A partir de ahí, el camino de las tablas se vuelve más claro: de la colección de Lerma a la de la Corona, de ahí a Isabel de Farnesio, y finalmente al Museo del Prado, donde hoy se exponen los doce apóstoles. Del Cristo Salvador, ni rastro.
La atribución a Valladolid se mantuvo viva durante siglos, alimentada por cronistas y eruditos que querían reclamar para la ciudad algo más que el retrato de Lerma. En el siglo XVIII, algunos decían haber visto apóstoles en el convento de San Pablo y en folletos locales se llega a afirmar que Rubens «realizó un apostolado incompleto» durante su estancia en la ciudad, que es lo que probablemente yo he leído y tomado en algún momento como cierto. Porque uno no lee con un notario al lado ni va por la calle con caja negra. Lo que sí que es posible es que Rubens mostrara aquí bocetos o que empezara algo, pero algunos estudios modernos descartan que la obra se hiciera aquí íntegramente: por estilo, por técnica y por soporte.
El apostolado de El Prado, más allá de la leyenda, es hijo de Amberes. Se pintó con una mano que ya había pasado por Italia, que había aprendido de Miguel Ángel y de Caravaggio. El claroscuro dramático, la monumentalidad de las figuras, la soltura en las pinceladas… son de un Rubens de treinta y tantos años y no del joven que vino a Valladolid con veinticinco. Algunos especialistas lo datan hacia 1610-1613, cuando el pintor estaba ya en pleno esplendor y podía permitirse acometer en su taller una serie de este calibre.
Y, sin embargo, Valladolid sigue en la historia como escenario de la chispa. Aquí se conocieron Rubens, el duque de Lerma y Calderón. Aquí se sembró la relación que, una década después, haría posible que las tablas flamencas viajaran a España. Y quizá aquí, en algún salón o sacristía, surgió el compromiso y se colgaron los primeros bocetos. Me gusta pensar en ese momento: las paredes de piedra, la luz castellana entrando a ráfagas y los rostros de los apóstoles mirándonos desde la penumbra.
Aunque no haya certificado de autenticidad vallisoletano, la obra es también parte del patrimonio de la ciudad
Hoy, quien quiera verlos no tiene que buscar en conventos ni en palacios. Basta con ir al Prado, sala 28. Allí están doce hombres pintados hace cuatro siglos y que, de algún modo, siguen en medio de su viaje. No volvieron a Valladolid, pero llevan en su historia un capítulo cuyo comienzo se dio aquí. Y eso, aunque no haya certificado de autenticidad vallisoletano, es también parte del patrimonio de la ciudad. Porque, en el fondo, las biografías de las obras de arte son tan complejas como las de las personas. Este apostolado ha pasado por manos nobles, por inventarios reales, por exilios y por la amnesia de un Cristo desaparecido. Ha sido objeto de devoción y de disputa, de estudios eruditos y de leyendas locales. Y como todo buen personaje de novela, guarda un secreto: el de aquel posible encuentro, en una Valladolid cortesana, entre un joven pintor flamenco y la idea de unos apóstoles que acabarían su viaje, siglos después, bajo la luz tenue y el perfecto aire acondicionado del mejor museo del mundo.
El apostolado de Rubens no es de Valladolid, pero Valladolid está en su ADN. Y como esas historias familiares que se agrandan con cada generación -cada familia guarda su propia mitología-, la leyenda seguirá viva mientras haya quien la cuente. Yo pienso hacerlo: «Se dice que Rubens pintó aquí su apostolado…», aunque sepa que es falso, como lo de la reja del palacio de Pimentel o la argolla de Álvaro de Luna. Y, quizá eso sea lo más rubensiano de todo: comprender que la pintura, como la buena diplomacia, siempre deja espacio para el mito.
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