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Isabel Carrasco acaba de ser asesinada en lo alto de la pasarela que cruza el río Bernesga.

El Supremo escribirá el último capítulo del crimen de Isabel Carrasco

El magistrado presidente del jurado entrega a las partes la primera sentencia, predeterminada por el veredicto que culpa a Montserrat, Triana y Raquel de un complot para matar a la presidenta de la Diputación leonesa

M. J. Pascual

Jueves, 10 de marzo 2016, 06:26

Isabel Carrasco Lorenzo, presidenta de la Diputación y lideresa del Partido Popular de León, nunca pasaba desapercibida y, mucho menos, esa tarde de primavera y mitin. Eligió cuidadosamente el que iba a ser, sin ella saberlo, su último atuendo: cazadora azul forrada de rosa, camiseta coral de manga francesa cerrada con un botón joya, vaqueros azul oscuro, sandalias de tacón alto coral rosado, bolso estampado a juego y un lujoso reloj Hublot. Siempre tenía una agenda apretada, reflejo de su hiperactividad y su indiscutida capacidad de trabajo. Había pasado la mañana en la Diputación, donde no se movía un folio sin que ella lo supiera, y luego almorzó en el mesón del Hotel Conde Luna unas verduras a la plancha y un chuletón compartido con su vicepresidente Marcos Martínez y el periodista Fernando Jáuregui, a quien adelantó sus planes para la campaña electoral y de quien se despidió poco antes de las 17:00 horas. Decidió que Marcos la acercaría un momento a su casa de Condesa de Sagasta para retocarse un poco y luego se reuniría con él y el resto de la gente del partido en la sede, al otro lado del río, para ir juntos al mitin de Mariano Rajoy en Valladolid.

Los «zapatos fucsia» llamaron la atención de Elena Morandeira y así se lo comentó a su marido, el policía nacional en la reserva Pedro Mielgo, cuando se cruzaron con Isabel Carrasco en la pasarela sobre el río Bernesga poco antes de las 17:17 horas del 12 de mayo de 2014. «A esa señora rubia la conozco, la he visto por la tele. Tiene un cargo en la Junta». La mujer que iba imediatamente detrás de ella, demasiado cerca y demasiado abrigada para un día en el que se alcanzaron máximas de 19 grados en León, debía de ser su guardaespaldas, pensó Elena.

La señora rubia

Entonces oyeron el primer disparo y se pararon en seco. Se volvieron y vieron estupefactos cómo, a escasos metros de ellos, casi en el punto más alto del puente, la mujer que había creído que protegía a la señora rubia, cuyo nombre no sabía aún, se agachaba ligeramente sobre su víctima, que yacía de bruces en el suelo, y la remataba de dos tiros en la cabeza. Luego, volviendo sobre sus pasos y ajustándose sobre el rostro el gran pañuelo que llevaba, se encaminó directamente hacia ellos con la mano con la que empuñaba la pistola metida en el bolsito negro, y Pedro Mielgo sujetó del brazo a su mujer. «No te muevas», le susurró, sin quitar la vista de la ejecutora y con el temor de que fuera también a por ellos.

Cuando les rebasó sin dejar de mirarles y salió de la pasarela, el policía, que hasta entonces había sido azote de trileros de Benidorm y que hoy es Medalla de Oro de León a pesar de su salida de pata de banco en el juicio, al no reconocer haber llamado a emergencias pidiendo ayuda policial, una grabación que nadie hasta la fecha se ha molestado en comprobar le dijo a su esposa que llamara al 112, que él se iba tras la mujer disfrazada que, a buen paso pero sin correr, se disponía a cruzar el seto del paseo, obviando el paso de peatones. La siguió por la otra acera y a prudente distancia para no ser sorprendido, aunque ella iba como una autómata por su camino y sin apenas mirar hacia atrás.

El perseguidor

La mujer no se deshizo del bolso insistió después el testigo hasta el momento en el que, para su desesperación, la perdió de vista en la plaza del Mercado de Colón. Cuando, tras el despiste, volvió a cruzarse con ella ya en la Gran Vía de San Marcos, por segunda vez de frente, ella le miró como si le resultara familiar y pareció que, incluso, iba a detenerse. Mielgo dudó un segundo. Se había quitado la parka de corte militar, la gorra, los guantes y el pañuelo que le ocultaba buena parte del rostro. Ahora iba tan solo con una cazadora clara y por eso no la reconoció de inmediato, pero sí: era la misma mujer de tez muy blanca y paso singular a la que había seguido. La autora del crimen.

María Montserrat Ascensión González Fernández se detuvo en el chaflán del edificio de los sindicatos, justo entre la Gran Vía y Roa de la Vega. Abrió con su mando la puerta del Mercedes SLK 200 de su hija y se sentó con naturalidad en el asiento del copiloto, como si estuviera esperando a alguien. A Pedro Mielgo le costaba respirar, estaba al borde del infarto ¡No podía ser tener a la asesina al alcance de la mano y que se le escapara! Así que, cuando empezó a oír cada vez más cerca la sirena de un vehículo policial que se dirigía a toda velocidad a la pasarela en respuesta a la llamada de alerta emitida por central del 112 a las 17:18:04, se echó literalmente encima del coche patrulla con las manos extendidas y en alto para pararlo.

Casi le costó convencer a uno de los dos agentes de la Policía Local para que saliera y le acompañara hasta donde estaba Montserrat, advirtiéndole por el camino de que tuviera mucho cuidado, que estaba armada.

El policía dudaba. La señora que estaba en el coche tan tranquila, sin inmutarse ante las acusaciones que le lanzaba el veterano policía, no tenía precisamente el aspecto de delincuente, mucho menos parecía peligrosa, y no quería meter la pata. En vista de la agitación del hombre, que respiraba con dificultad y gesticulaba como un loco, diciendo cosas aparentemente incoherentes, hasta se le pasó por la cabeza que podía tratarse de una cámara oculta, de una broma de pésimo gusto.

Solo cuando la emisora del coche policial empezó a lanzar alertas sin parar y a dar datos en un goteo constante, su compañero y él mismo se convencieron de que sí, de que aquella mujer con aspecto de señora bien que estaba sentada en el Mercedes plateado esperando a su hija podía tener que ver en el atentado a la presidenta de la Diputación a quien, en ese momento, en la pasarela, antes de que llegaran los servicios de emergencia, una enfermera que estaba por allí de paseo con su madre se afanaba en reanimar. No pudo conseguirlo. El primer disparo por la espalda que afectó al corazón, y el tercero, que había recibido en la cabeza a bocajarro, eran mortales de necesidad. Isabel Carrasco, de 59 años, no habría podido sobrevivir pero, fuerte hasta el final, intentó taponar con su mano la herida de la espalda. Fue plenamente consciente de su agonía y no murió en el acto, corroboró el frense.

Mientras seguía el goteo de efectivos policiales y de emergencias en dirección al escenario del crimen, donde comenzaba a montarse un cordón de seguridad en torno al cadáver, la pareja de Isabel y sus más estrechos colaboradores trataban, allí mismo, de sobreponerse al shock y al caos, de informarse e informar. En el otro extremo de la ruta del crimen, Pedro Mielgo insistía a los dos agentes municipales para que retuvieran a Montserrat y registraran el coche en busca del bolso con el arma, que no aparecía. Y como no aparecía, el viejo policía regresó al entorno de Colón, por si hubiera tirado el revólver por allí. Removió Roma con Santiago, pero tampoco lo encontró. Si la asesina hubiera arrojado el bolso con el revólver en algún garaje próximo, como se empeñaba la defensa, él o sus compañeros que volvieron a peinar la zona exhaustivamente habrían dado con ella.

No sabían que eso era imposible. A las 17:35 horas, Triana Martínez ya había ocultado el bolso con el revólver en la parte de atrás del asiento del copiloto del coche de su amiga, la policía local Raquel Gago. Estaba estacionado a poca distancia de allí, en la calle Lucas de Tuy, en el entronque con la calle Sampiro.

Madre amantísima

En el coche de su hija, Montserrat permanecía ensimismada en sus propios pensamientos. Apenas tres horas antes había comido con ella en su ático de la calle Cruz Roja, donde residía de lunes a viernes desde que empezó a temer que su amada Triana, a la que tanto había protegido desde que le diagnosticaron la escoliosis que la tuvo atada a un corsé hasta los 18 años, entrara en una profunda depresión sin retorno por el hostigamiento al que la tenía sometida Isabel Carrasco desde un fatídico día de invierno de 2010 en el que su niña no quiso plegarse a los apetitos de la presidenta, se dijo en el juicio. En una situación desesperada ¿qué no haría una madre por su hija? Tomada la decisión de que eso era lo que tenía que hacer (y lo hizo) no había lugar para el arrepentimiento.

Montserrat, le confesó al jurado, supo que iba a tener que matarla cuando, en 2012, barones del Partido Popular de León enemigos de la presidenta no lograron que Mariano Rajoy la retirara de la candidatura. El presidente no les hizo caso y revalidó la trayectoria de la dirigente. En ese momento, lo supo: Triana jamás iba a aprobar la oposición para quedarse de ingeniera en la Diputación, ni iba a tener carrera política, ni siquiera le iban a quedar amistades, muchas de las cuales ya ni les daban los buenos días por temor a la omnipotente Carrasco. Y ellas ella no estaba dispuesta a irse a un destierro inducido, a ser expulsada de la sociedad leonesa y de la provincia. Ya se lo había dicho a su marido, Pablo Antonio Martínez, entonces en funciones de comisario de Astorga, a quien solo veía los fines de semana, que ellas no se iban a ir de León, por mucho que su hija tuviera un flamante currículo con el que podría abrirse camino en cualquier lugar del mundo. Como poco, su brillante Triana podía haber sido directora general de Telecomunicaciones de la Junta de Castilla y León. Pero la sombra de la Carrasco era demasiado alargada. El nombramiento nunca llegó.

El ama de casa que vendía Termomix, la madre amantísima, lo había intentado otras veces y ese 12 de mayo de 2014 lo consiguió. En su única y última declaración realizada ante el jurado el 19 de enero pasado, aseguró que, simplemente, había aprovechado la oportunidad, que fue una casualidad y no fue porque supiera, como militante que era, que todos los lunes por la tarde a esa hora, la presidenta iba a la sede del Partido Popular. Después de separarse de Triana en el chaflán de los sindicatos se dirigió maquinalmente a la zona de sus seguimientos y, cuando llegaba a la altura del restaurante La Alborada, divisó a Isabel Carrasco al salir de su edificio y vio que cruzaba el paso de peatones hacia la pasarela. Apretó el paso, consiguió colocarse muy cerca, detrás de ella, y le disparó con el revólver Taurus que había comprado en un bar de Gijón a través de un contacto de mercadillo. Todo fue muy rápido.

Luego, durante los meses de prisión en Mansilla, pensó que a lo mejor debería haber dejado pasar la oportunidad: aquella tarde de primavera había demasiada gente por allí.

Después del té

Madre e hija habían comido solas en casa. Empezaron a almorzar tarde, sobre las 15:30 horas. Montserrat Triana Martínez González había llamado tres veces a su amiga para que las acompañara, pero la policía local declinó la invitación porque salía de turno y prefería hacerlo en su casa. Triana realizó una cuarta llamada a Raquel para que fuera a tomar café y aceptó. La madre le abrió la puerta sobre las 16:00 horas y dejó solas a las dos amigas, que optaron por prepararse un té mientras conversaban sobre cómo arreglar el golpe del coche que había tenido el padre de Raquel. Como luego tenía el curso de restauración en Trobajo del Cerecedo, la policía se despidió sobre las 16:30 horas, cogió su coche Volkswagen Golf y decidió pasarse antes por una tienda de Lucas de Tuy a comprar pintura para las mesitas que estaba restaurando.

Triana todavía no había pensado qué regalarle a mamá por su cumpleaños. Ese lunes le pareció buena idea ir a cogerle unas zapatillas, un fular.... No sabía. Si Raquel regresaba pronto, sobre las ocho, había quedado en que la llamaría para tomar algo. Cogió su iPhone 5 y el móvil de prepago que le había comprado un amigo suyo para que su padre no pudiera enterarse de quién la llamaba y lo que gastaba y, con su madre en el asiento del copiloto, condujo hasta la Gran Vía. Aparcó en el chaflán de los sindicatos. El tique de la ORA marcaba las 16:52 cuando se separaron: ella se iría a ver escaparates para buscarle una sorpresa y Montserrat, a dar un paseo por donde casi siempre, a ver si veía a la presidenta. Después se acercarían hasta Carrizo para recoger unas prendas que se dejaron el domingo.

Triana sabía que su madre quería asesinar a Isabel Carrasco. Después del verano le había pedido que buscara unas cosas, armas, por Internet. Después del congreso del PP de 2012, le había dicho que no aguantaba más, estaba muy mal. Un día, la alerta de su ordenador saltó y vio que Montserrat había realizado de nuevo una búsqueda. Ahí se plantó. Eso no se podía hacer. Todo ese tiempo había creído que el tema estaba zanjado, le explicó al jurado. Pero 36 segundos lo cambiaron todo: fue lo que duró la llamada que su madre le hizo a las 17:16. «¿Dónde estás? ¡Vete para el coche! Estoy viendo a la Carrasco y hoy termina todo esto». Un minuto después, la dirigente popular estaba muerta.

Pero la joven no se fue hasta el coche. Había pasado algo malo y se acordó de la pistola de su padre. Echó a correr en dirección al ambulatorio, tenía que hablar con su madre, y la vio de lejos, cuando tiraba el bolso en la entrada de un garaje con repecho en Lucas de Tuy y no el pasadizo de Colón, como considera probado el jurado. Triana fue directa a por él y no miró lo que había dentro. Guardó la pequeña bandolera en una bolsa de lona que hace un tiempo le había prestado Raquel y, cuando levantó la vista, su madre no estaba. Se había dirigido a Colón y, por el pasadizo, salió a Gran Vía, donde casi se da de bruces con Pedro Mielgo. Luego, entró en el vhículo de su hija y esperó.

Triana continuó por Lucas de Tuy y, mientras intentaba llamar a su amiga desde el móvil de prepago, la vio en la esquina de Sampiro hablando con un chico. Eran las 17:25 cuando dejaba el bolso en el vehículo de Raquel y de nuevo se dirigió a Gran Vía. Al llegar a su propio coche, unos agentes tenían retenida a su madre y ya le habían pedido que saliera y les enseñara la documentación. A ella le hicieron abrir el maletero e intentó llamar a su padre, pero se lo impidieron, por más que les dijo que era compañero suyo.

Madre e hija estaban detenidas, pero el arma del crimen seguía sin aparecer. La pista sobre su paradero la dio Triana, sin querer, al mediodia del día siguiente, cuando la llevaron a ver a su madre a la Comisaría de León: «Mamá, no digas quién la tiene, que es policía».

Noticia nacional

Cuando su amiga le dijo que si tenía abierto el coche y ella manipuló el mando mecánicamente, Raquel Gago Rodríguez intercambiaba unas palabras con Julio, un vigilante de la ORA, sobre un altercado que tuvo con dos compañeros suyos. Llevaba tiempo esperando a que la dueña de la tienda de manualidades abriera. Un horario que variaba, porque tenía que asistir a su madre, con cáncer. Como Triana, que dijo que iba a la frutería y que volvía enseguida, no regresaba, la llamó. No obtuvo respuesta. Eran las 17:36.

En todo ese tiempo, a la reservada policía de barrio en ningún momento le llamó la atención el revuelo de sirenas de las numerosas patrullas policiales y de emergencia en dirección a la pasarela. No, ella no era de las que se metían en lo que no le concernía, era muy discreta. Ni se le ocurrió acercarse a ver qué ocurría. A las 17:40, cuando decide marcharse a Trobajo porque la tienda no abría, tras casi una hora de espera, el asesinato de Isabel Carrasco Lorenzo, la presidenta de la Diputación de León, ya era noticia nacional, el mitin de Mariano Rajoy en Valladolid se había suspendido y todo el mundo, conmocionado, hablaba del magnicidio.

Raquel no reaccionó tampoco a la llamada de su compañero Eduardo, que recibió a las 17:45, justo cuando llegó al taller. Le preguntó que si se había enterado de que habían matado a Isabel Carrasco y que Triana, su amiga, a la que veía casi todos los días, y su madre Montserrat, estaban detenidas por el asesinato. Eso era imposible, le espetó y, sin saber porqué, le ocultó que había estado con ellas. Y a su hermana. Y a sus amigas. Dentro del coche había metido hasta una puerta para llevarla a restaurar, pero no había nada en el suelo que le hubiera llamado la atención: siempre tenía revistas, galletas o algún pañuelo esparcidos por los asientos. Su amiga Leticia había viajado con ellas esa noche y no notó nada a sus pies.

Al día siguiente, en el garaje, cuando iban a hacer sitio en el coche a una bici para llevarla a arreglar, asió una de las garrafas de ocho litros que estaban tras los asientos delanteros y. al soltarse el tapón, el agua salió a borbotones. Su hermana, al tratar de secarlo, vio algo negro y lo movió. Los nervios de Raquel se rompieron. «Este bolso no tenía que estar aquí», repetía. Lo abrió: allí estaban el pañuelo, los guantes y la pequeña bandolera negra, de cuyo interior asomaba un revólver. Entonces reaccionó y llamó a Nacho, un conocido suyo de la Policía Judicial a quien había visto en todas las imàgenes de la pasarela que salían por televisión: «Creo que tengo el arma». A las 19:20, treinta horas después del crimen, el verdadero caso judicial, el caso Carrasco, acababa de comenzar.

Pero este drama de mujeres no ha terminado con el veredicto del jurado ni con la sentencia en la que trabaja ya el magistrado presidente, una sentencia constreñida al veredicto de culpabilidad. Con los recursos ya anunciados por las defensas, el the end del caso Carrasco lo pondrá el Tribunal Supremo.

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