Siempre joven

La influencia de Miguel Delibes sobre los escritores de mi generación fue enorme. Aunque él, seguramente, no escribiera pensando en lectores adolescentes o infantiles, era un autor al que leíamos muy jóvenes.

Me atrevería a decir incluso que éramos los niños los que apreciábamos mejor algunos aspectos de su obra, como su amor por la Naturaleza o su penetrante caracterización de los personajes infantiles. Estos dos rasgos hacían que sintiéramos, de forma inmediata, una enorme simpatía por Delibes. Eduardo Fraile expresa esto mismo en un maravilloso poema cuyos primeros versos dicen así: «Aquellos primeros libros que leíamos en la umbrosa, / en la frondosa y fresca soledad de la infancia (porque no existe / entonces la soledad) eran los libros de Delibes».

Yo me sentía muy identificado con sus personajes, sus paisajes (tanto los rurales como los urbanos), la dignidad moral que trascendía de todo lo que contaba y, sobre todo, me fascinaba la expresividad de su estilo. Con Delibes aprendí que para escribir novelas no es necesario describir países o tiempos remotos, ni contar historias aventureras, ni usar un lenguaje rebuscado: bastan las palabras más corrientes (aunque algunas no estén en el diccionario) y las vidas más sencillas. Todo el secreto consiste en saber mirar lo que uno tiene a su alrededor y, luego, contarlo con las palabras justas.

Estimulado por su ejemplo, bajo su umbrosa y frondosa protección, escribí mis primeros cuentos: me bastaba con ser un niño, tener un paisaje y una pasión. Y un gran maestro, claro: mi admirado y querido Miguel Delibes.